Uno de los méritos mayores de la obra de Gabriel García Márquez (hazaña, por cierto, reservada a muy pocos escritores –Cervantes, Conrad, Faulkner, Rulfo, Onetti–) es, sin duda, la invención de un mundo imaginario con su geografía, su historia, sus costumbres, sus creencias, sus leyendas, sus personajes (nativos, visitantes, invasores) y sus conflictos políticos, sociales, económicos y culturales: Macondo.
El nombre de Macondo, originalmente referido a un árbol frondoso y gigantesco de más de cuarenta metros de altura y a un juego de azar prohibido por la policía, pero practicado en todas partes bajo su vista gorda, García Márquez lo tomó de una finca situada entre Guacamayal y Sevilla, en el departamento del Magdalena.
Como William Faulkner con la ciudad de Oxford, a la que convirtió en Jefferson, García Márquez, apoyándose en los recuerdos de su infancia en Aracataca, su pueblo natal, fundado en 1885, distante 50 Kilómetros del mar Caribe, creó un orbe verbal que sirvió como escenario de su primera novela, La hojarasca, iniciada en 1951, aunque publicada en 1955, y de cuatro cuentos fundamentales, antologados a menudo, 'Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo' (1952), 'Un día después del sábado' (1954), 'La siesta del martes' (1960) y 'Los funerales de la Mamá Grande' (1962). Tales textos configuraron un ciclo clave en la narrativa garciamarquiana que se cerró de manera magistral con la publicación de Cien años de soledad (1967). En adelante, el escritor situará las acciones de sus personajes en ámbitos relativamente identificables por sus referentes concretos y alejados de intenciones mitificadoras: el Gran Caribe, Cartagena de Indias, Sucre y Barranquilla.
De la realidad concreta de Aracataca, un pueblito del Caribe colombiano como muchos de Colombia y América Latina, que del efímero esplendor económico de una bonanza pasa, casi sin transición, a una decadencia crónica, pero, sobre todo, del ambiente de la antigua Provincia de Padilla, integrada hoy por los departamentos de La Guajira, Magdalena y Cesar, región aislada del centro del país desde la Colonia hasta finales de los años 30 del siglo XX, hecho que fortaleció su singular identidad, mediado por la minuciosa alquimia de la ficción, surge Macondo cuyos límites reales, inspirados en la salobre Ciénaga Grande y las ásperas estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, se transforman en la sierra impenetrable, la ciénaga grande navegada por sirenas, la selva feraz, los pantanos y el río de aguas diáfanas y piedras prehistóricas, un lugar casi inaccesible y al margen de la historia.
Basándose en sucesos históricos –las guerras civiles, la llegada, establecimiento, esplendor y fuga de la United Fruit Company, la represión y masacre por la huelga de las bananeras a cargo del coronel Carlos Cortés Vargas, ordenador de la matanza y la persecución de exterminio de los dirigentes sindicales–, García Márquez introduce elementos fantásticos de un mundo de fábula y de magia –alfombras voladoras, muertos ambulantes, lluvias de flores o de pájaros muertos, sangre que trepa sardineles y atraviesa un pueblo para avisarle a la madre del deceso de su hijo, la ascensión entre sábanas de bramante recién lavadas de una mujer, bella en exceso–, con lo cual logra una síntesis de realidades vistas hasta entonces como antitéticas.
García Márquez crea una nueva forma de realismo total, óptimo para expresar el mundo hispanoamericano, mediante el entrecruzamiento de historia y mito, de manera que lo documental adquiera el aura atemporal y el encanto hipnótico de un cuento de hadas, lo cotidiano asuma las formas de lo insólito, lo extraordinario –narrado con naturalidad–, se vuelva familiar, y todo se convierta en ficción, merced a una fecunda red de alusiones literarias que remiten a la literatura universal (de la Biblia a W. Faulkner, de Cervantes a Rabelais, de Kafka a V. Woolf y Th. Mann), a la narrativa hispanoamericana (de Borges a Carpentier, de Cortázar a Fuentes y Rulfo), a las letras nacionales (de Jorge Zalamea a Piedra y Cielo) y a la literatura regional (de José Félix Fuenmayor a Antonio Brugés Carmona, Álvaro Cepeda Samudio y Héctor Rojas Herazo).
Síntesis de oralidad y escritura, de cultura popular y letrada, en la configuración de Macondo, García Márquez integra los manuscritos de Melquíades con los cantos de Francisco el Hombre y sus herederos (de Rafael Escalona a Calixto Ochoa, Leandro Díaz y Adolfo Pacheco), la edición desbaratada de las Mil y una noches y los relatos de taburete sobre la Guerra de los Mil Días, de su abuelo Nicolás Ricardo.
Macondo constituye un microcosmos en el cual es posible apreciar las diversas etapas de la historia de Colombia y la América Latina, un espejo de la vida y conflictos del continente. Estructurada según el modelo del mito cosmogónico, que traza la parábola del ascenso y caída de una comunidad, en sus cien años, la historia de Macondo atraviesa todas las edades de la humanidad –desde la prehistoria hasta el apocalipsis–, y la historia de América –desde los galeones conquistadores y la piratería de Francis Drake con sus perros de asalto en el siglo XVI hasta la 'Belle Époque', a comienzos del siglo XX, cuando los grandes burgueses desplazaron a los patricios y facilitaron la entrada de Mr. Herbert con sus perros alemanes y la compañía bananera.
En la constitución de Macondo es factible percibir cuatro edades:
1- MÍTICA (Capítulos: I-III)
Macondo se funda luego del pecado original de la pareja primordial guajira conformada por José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, quienes se casan siendo primos y no consuman el matrimonio por temor a engendrar un hijo con cola de cerdo. Ofendido por los infundios alusivos a su impotencia sexual por parte del imprudente Prudencio Aguilar, José Arcadio lo asesina, en defensa del honor, y, ante la asechanza incesante del fantasma del difunto, huye con 21 familias amigas y funda, inspirado por un sueño lleno de hielo, la aldea de 20 casas de barro y cañabrava, pisos de tierra golpeada y muebles artesanales. En medio de una naturaleza paradisíaca, con su flora exuberante, pese a su aislamiento de la civilización y la ciencia, los inocentes habitantes de Macondo viven una vida instintiva en una Arcadia feliz en la cual las cosas carecen de nombre, no se conoce la muerte y reina el canto innumerable de los pájaros. Las periódicas apariciones de los gitanos, llevando los inventos -el imán, el hielo, la alquimia, la lupa y la dentadura postiza- anacrónicos en otras partes, pero desconocidos en Macondo, generan cambios en la percepción del mundo que, tras el advenimiento de la peste del insomnio, seguida de la del olvido, marcan el fin de esta etapa mítica, en la cual el gitano Melquíades, mago y profeta, cifra en unos manuscritos en sánscrito el destino del pueblo en sus próximos cien años.
2- ÉPICA (Capítulos IV-IX)
El azaroso descubrimiento por parte de Úrsula de la ruta de la civilización (buscada en vano por su marido) significó el fin del aislamiento y la inserción de Macondo, ahora con casas de madera y techos de zinc y la incipiente industria de animalitos azucarados de Úrsula, en el mundo ancho y ajeno de la nación. Llega entonces de la capital el Corregidor, con su séquito de policías descalzos; llega un cura que pide plata levitando para construir el templo y convertir a los habitantes al catolicismo; llega la política pintando de azul las casas e institucionalizando el fraude electoral; llega el comercio de los árabes con sus yardas incompletas de percal; llega una falsa comparsa de carnaval que es, en realidad, un sanguinario pelotón del ejército; llega la música de acordeón de Francisco el Hombre y se abre la tienda de tolerancia de Catarino. Se inicia asimismo un círculo vicioso de violencia entre liberales y conservadores que se matan por ideales intangibles, en el cual el coronel Aureliano Buendía emprende 32 levantamientos armados y los pierde todos, pero sobrevive sin heridas para dedicarse en el desengaño de su vejez a fabricar pescaditos de oro.
3- EL ESPEJISMO DE LA BONANZA (Capítulos X-XV)
La vía férrea abre paso al poderío de la compañía bananera norteamericana, que cambia el curso original del río transparente, pulveriza las primitivas piedras pulidas y trae consigo el crecimiento demográfico, los adelantos modernos (luz eléctrica, cine, gramófono, telégrafo, teléfono), la proliferación de sicarios y el espejismo de la prosperidad. Macondo, con sus casas de ladrillo, persianas de madera y piso de cemento, se incorpora al circuito del comercio mundial y sus habitantes instauran el reino del despilfarro con las parrandas interminables, las casas empapeladas con billetes y la ampliación de la zona de tolerancia. Una huelga general de los trabajadores bananeros la reprime el ejército con una masacre de tres mil trabajadores cuyos cuerpos transportan en trenes nocturnos sin luces y arrojan al mar cual guineos de deshecho. Un diluvio sin nueva alianza termina de agotar los suelos repletos de cepas podridas de bananos y comienza la diáspora de los trabajadores forasteros y la ruina. Al interior de la casa de los Buendía se vive un intenso conflicto entre dos formas de cultura: de un lado, la sombría y claustral del páramo andino, encarnada en la estirada y melancólica Fernanda del Carpio, cuya rancia ilusión nobiliaria condensa el catolicismo y el hispanismo de Colombia con sus lúgubres ideales medievales de castidad y exclusión; del otro lado, está la anarquía vital de los costeños caribes, representados por la desfachatez dejada de Aureliano Segundo Buendía, patriarca de la parranda, y su luminosa concubina, la irreverente Petra Cotes.
4 Decadencia (XVI-XX)
La muerte de Úrsula, columna central de la familia junto a la marginada Pilar Ternera, implica la declinación de la vigilancia ante la tentación del incesto y, en consecuencia, su consumación. Cuando los canarios importados por la última descendiente de los Buendía regresan a las Islas Afortunadas y el cielo se sume en ese sordo silencio previo a las catástrofes, de la unión de la tía Amaranta Úrsula con el sobrino Aureliano Babilonia Buendía, nace un niño con cola de cerdo, y la casa invadida por el apetito de las polillas, el comején, las hormigas coloradas y las cucarachas, se convierte en polvo, escombros y maleza, que un viento ávido barre hasta borrarla, junto con todo Macondo, de la superficie terrestre, en el instante en que Aureliano Babilonia descifra los morosos manuscritos de Melquíades.
Sin solemnidad, con sostenido humor, a la manera de un viaje iniciático, los cien años de Macondo, que van de la región encantada al paraíso de miseria, de la utopía a la dura desolación, de las pronósticos a su cumplimiento, del ramo de sábila en el dintel de la puerta al nicho del Corazón de Jesús en la pared de la sala, no sólo han rescatado a nivel mundial la imagen de Colombia y su marginado Caribe, sino que asimismo nos ponen contra la pared de nuestra historia insolidaria a merced de las ráfagas del rencor y la exclusión por las imposiciones y las imposturas del centralismo andino con sus anacrónicos humos aristocráticos, su tradición de violencia, su lenguaje pernicioso, su desprecio por la vida y su vocación luctuosa de casa con puertas cerradas y rezos recurrentes, en pleno calor.
Antes de García Márquez, nuestro mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo. Ahora, gracias a la empresa laboriosa de este Adán de Aracataca, disponemos de un universo poblado por la palabra que designa con precisión su historia, con sus bondades y miserias, sin las mentiras deliberadas de los historiadores oficiales, con lo que podremos no sólo curarnos de la peste del olvido (la 'idiotez sin pasado') que ha impedido la solidaridad y el sentido de pertenencia a la comunidad colombiana, sino asimismo acceder a la posibilidad de transformar esa deplorable realidad para que entonces las estirpes condenadas a la soledad desaparezcan definitivamente de la faz de la tierra.