Compartir:

Jesús Ferro estudió letras y lenguas clásicas, es master en filosofía en Francia, master en Teología del Sèvres de París y doctor en Ciencias Sociales de la Sorbona. Desde hace 35 años es rector de la Universidad del Norte, que  cumple 50 años. Inteligente, lúcido, perceptivo y disciplinado. Le propuse que conversara sobre filosofía a partir de nueve propuestas, y este es el resultado. Creo que hasta el más despistado de los no iniciados podrá seguir, gozar y conmoverse con el texto.

El diálogo que le propongo es problemático. Lo es, antes que nada, porque como profano en asuntos filosóficos estoy condenado a una interlocución deficiente y por eso mismo errática. Pero es más problemático aun articular sus respuestas (¡y mis preguntas!) con los lectores, y no precisamente porque ellos tengan dificultades como las mías, sino por los riesgos que supone dar traslado a lo periodístico, que es casi indigente, de asuntos que parecerían exclusivos del ámbito de lo metafísico, lo ontológico y lo teológico. ¿Usted cree que valga la pena el intento?

Usted, que conoce muy bien el oficio, sabrá cómo convertir en periodística una conversación que se inicia mencionando lo problemático que es lo que se va a conversar. Los escritores suelen referirse a la página en blanco como ese lugar adonde no saben cómo entrar para empezar una novela, un cuento corto, sus memorias inclusive. Un amigo filósofo tituló un libro suyo 'Miedo al vacío' para significar la sensación que le producía no solo escribir sobre asuntos que no parecen reales como los filosóficos sino, lo que es más funesto, frenar el pensamiento, que para el que piensa es como arrojarse a la nada.

No cabe duda: la filosofía no sirve para nada. El propio Aristóteles, al resignar la inutilidad de su oficio, agregó que la filosofía podría ser inútil pero valiosa. Ortega y Gassett decía que precisamente por eso era filósofo: 'porque no servía para nada serlo'. ¿Es usted un filósofo?

Yo llegué a la filosofía en mi adolescencia, edad en la que andaba muy desconcertado con la vida, porque tenía muchas preguntas sin responder. Luego, cuando estudié filosofía con los jesuitas, las preguntas se volvieron una necesidad recurrente. Y aquí me encuentro en ese camino del preguntar ante una realidad siempre esquiva a la razón. Con eso no hago sino aludir a que tengo los títulos en filosofía, pero que eso no me convirtió ipso facto en filósofo. Probablemente no he hecho otra cosa que discurrir por la vida sin resolver de manera definitiva muchos interrogantes de fondo, y sin encontrarle más utilidad a la filosofía que la de intentar descifrar el problema que Jean-Paul Sartre, al término del desastre de la Segunda Guerra Mundial, planteaba cuando escribió que 'el hombre es una pasión inútil'.

Se dice, acaso con razón, que la filosofía no resuelve problemas sino que los crea. Le propongo varias hipótesis o aproximaciones al sentido de lo filosófico, a las cuales le pido hacer referencia en sus respuestas. ¿Es una opción de resistencia? ¿Es un ejercicio emancipador? ¿Tiene algún nexo con dar consuelo, esperanza o salvación?

Para empezar, estoy de acuerdo en que la filosofía no hace sino plantear problemas, afortunadamente, pues esa es la llama que nos mantiene vivos. El sentido de lo filosófico, por tanto, es que tiene muchos sentidos, y uno de ellos es la resistencia. ¿A qué otra cosa se podían aferrar pensadores como Theodor Adorno, quien, al verificar la brutal realidad de los campos de concentración, clamaba que no se podía ya escribir poesía después de Auschwitz, donde millones de judíos habían sido exterminados por los nazis en las cámaras de gas? Esa sola frase corresponde a un pensamiento que resiste; una forma pacífica, quizás inútil, de oponerse al discurso de los criminales.

La filosofía es por eso también el discurso razonado de la emancipación. Con su formación religiosa profundamente luterana, Kant, que no quería depender de la religión para poder filosofar con libertad, decía, al responder a la pregunta sobre qué es la Ilustración, que el hombre es culpable de que lo traten como menor de edad porque no se atreve a pensar con autonomía. Vale decir que la emancipación consiste en asaltar la propia razón para liberarla de las servidumbres que los otros nos han creado y a las que nos han acostumbrado.

En cambio, el sentido consolador que se le dio en la antigüedad perdió mucho de su peso cuando en el siglo XIX Marx le reprochó a la filosofía haber sido solo eso, consuelo e interpretación, sin aportar nada a la transformación del mundo. Paradójicamente, el pensamiento marxista derivó en el lobo del estalinismo, también con sus ‘gulags’, con su ‘nomenklatura’, con sus millones de víctimas, incluido el asesinato de Trostky. La filosofía no nos salva en términos sobrenaturales; tal vez nos condena a cuestionar con argumentos la comodidad de las evidencias y de las verdades recibidas. Nietzsche dice en su Zaratustra que la filosofía es redención, cuando es redención de sí mediante la voluntad de hacerse uno mismo más humano. ¿Tiene que ser la filosofía un recetario con fórmulas? Pienso que no. El pensar filosófico abre caminos, invita a tomar en serio la propia independencia, no nos hace promesas, sino que nos pone a luchar de la mano de la razón, que no es la razón entendida como instrumento, según el uso que le dan el comercio y los negocios, sino la que razona con libertad en medio de la incertidumbre.

Hablemos de un problema recurrente de la filosofía contemporánea: el Nihilismo. Tal vez la postulación más radical del nihilismo es que la vida carece de sentido, de propósito o de valor intrínseco. ¿Qué comentario le sugiere ésta afirmación del nihilismo existencial?

Yo pertenezco a una generación que creció con las lecturas de los existencialistas, filósofos o literatos, y que participó de manera directa, o por experiencia ajena, en los movimientos en contra de la guerra del Vietnam, de rechazo a la imposición de modelos culturales y educativos, que tuvieron su clímax en Mayo del 68 francés y en la barbarie de los estudiantes acribillados en México en la Plaza de Tlatelolco. La filosofía que leíamos, y de la que nos nutríamos, tenía que ser irreverente, titubeante, de tono crepuscular. Y no porque fuera fenómeno intelectual puramente gratuito, salido de la nada, sino impelido por la brutalidad de las intervenciones militares y las bombas de napalm que caían sobre los niños asiáticos que veíamos correr envueltos en llamas en la televisión de entonces. El malestar del existencialismo es más que un asunto privado de la conciencia ante el desamparo de ser. La filosofía de la existencia se basa en una reflexión que tiene nexos inequívocos con los problemas sociales, políticos y morales de la colectividad, el hambre, el infortunio, las masacres, la pobreza, las epidemias. Tomó, es cierto, un matiz más individualista en varios filósofos que despertaban con sus escritos la conciencia enajenada por las miserias de la existencia, tal como se daba en esos años de la postguerra que, para ser honestos, persisten hasta nuestros días, pues el espectáculo del mundo actual no es más nítido y seguro que el del pasado. No hemos superado las contradicciones morales, pese al arrollador avance de la ciencia, la técnica y del internet. El sentido de la vida, si uno logra darle figura, encontrará en el nihilismo más pesimismo. Pienso que el sentido halla su jalonamiento en el abrirse paso por entre los absurdos hacia la afirmación de la vida y de los significados que uno les confiera a las posibilidades de existir de manera creativa.

Durante muchísimo tiempo, la filosofía proclamó que quienes eran virtuosos eran felices. Lo hizo a pesar de ese texto terrible que es el libro de Job, del sufrimiento de los inocentes, de la infelicidad de los justos. En términos de hoy, ¿qué supervive de esa relación, tan empíricamente indemostrable, entre virtud y felicidad?

Job es modelo universal de la paciencia. Se podría decir que Dios puso a prueba su resistencia, enviándole enfermedades y adversidades, precisamente porque era un hombre justo, que es lo contrario de lo que solemos esperar de las promesas de la religión basada en bendiciones como contraprestación a los rezos y esfuerzos, que en más ocasiones de las que uno piensa son reclamaciones a la divinidad. La filosofía, que es racional y no un resultado de la fe, -aunque no debe desconocer la fe-, indaga con Aristóteles acerca de la relación entre la virtud y la felicidad, entre la buena conducta y el final feliz. Una de las virtudes que examina es la justicia, ahí mismo donde se tiende a pensar que hay una causalidad necesaria entre ser justo y ser feliz, cuando en realidad la conexión entre ambos estados de la existencia es de simple probabilidad. En ese sentido, la ética nos invita a actuar como debe ser no en razón del premio sino porque el deber-ser es un bien en sí mismo. Eso fue lo que expuso Kant en la Crítica de la razón práctica al decir: obra de tal manera que la máxima de tu acción se pueda convertir en ley para todos. Es un imperativo difícil, por momentos incomprensible, pero encierra el valor indemostrable que tiene el actuar con rectitud y con desinterés.

El dolor es la cosa mejor repartida. Todos lo padecemos. El dolor nos rompe. Y el placer no es más que su contraflujo: ausencia temporal del sufrimiento. Sin embargo, el dolor no existiría sin el cuerpo. Ambos, cuerpo y dolor, permitieron a Schopenhauer encontrar una universalidad que antes se le atribuyó a la razón. Es el cuerpo quien nos otorga un punto de vista sobre el mundo; de allí su enigmático pero cierto carácter metafísico. ¿Qué está vigente todavía de estos postulados sobre el cuerpo y el sufrimiento?

La valoración del dolor no ha sido igual en todos los tiempos. La percepción humana actual sobre el sufrimiento personal ha cambiado. Ernst Jünger piensa que ese cambio se manifiesta en la actitud moderna respecto del cuerpo. Seres del tiempo y del espacio, somos seres del cuerpo. Y el cuerpo es unidad con la psique, por lo cual el sufrimiento interior se resiente como un todo en nuestro ser único. Esa vivencia del cuerpo que sufre ha sido elaborada en otras épocas de distinta manera: en el universo de Homero, los héroes sufren, pero lo vemos como algo épico. En el mundo sacralizado, se sacrifica la vida en aras de ideales religiosos, como pasaba en el martirio cristiano o incluso en la cultura de los dioses aztecas. No digo que esas concepciones hayan sido erradas, pues muchas de ellas contenían un grado alto de espiritualidad. Me refiero al cambio de sentido que hemos dado. La relación con el dolor es muy distinta ahora cuando concebimos el cuerpo no como algo externo al yo, sino como identidad del individuo como un todo, lugar del deseo. Ahora nos importa más expulsar el sufrimiento de nuestro cuerpo. Existen potentes fármacos para aliviar o hacer desaparacer el dolor físico y psicológico. Lo cual no autoriza a pensar que el sufrimiento haya desaparecido de la tierra: millones de seres sufren por el hambre, por las guerras, por la perversidad humana. La escritora Marguerite Duras lo ratifica : 'Cuando perdí a mi hermano pequeño y a mi hijito, perdí también el dolor, por decirlo así, este carecía de objeto'.

La muerte carece de sentido. Tratar de encontrarle sentido parece un despropósito. Leí alguna vez que lo que entendemos como sentido es alguna suerte de continuidad, y la muerte es la más radical de las discontinuidades. Sin embargo, resulta reconfortante encontrar que Levinas dijese: 'El amor al otro es la emoción de la muerte del otro (…) Soy responsable del otro en tanto que es mortal. La muerte del otro es la primera muerte'. ¿Cuál sería una manera muy contemporánea de referirnos a la muerte?

Retomo su afirmación sobre el sinsentido de la muerte. Buscárselo con la filosofía no procede; pero, a contracorriente, mirarla de frente como destino sin retorno de la vida humana conduce a reflexiones sobre la realización con plenitud del proyecto humano mientras estemos en este mundo. Heidegger fue uno de los filósofos del siglo XX que se ocupó de pensar específicamente la angustia que se instala en uno cuando uno se piensa como un ser-para-la-muerte, y escribe las palabras ligadas con guiones para dar a entender que morir define al ser humano como un desaparecer de uno por completo y no por fragmentos. El teólogo Karl Rahner busca dar una respuesta en términos modernos refiriéndose al sentido teológico de la muerte. Plantea, entre otras, la idea de la relación cósmica del alma con el cuerpo, y piensa que desde esa relación el ser humano está abierto en cuerpo y alma al universo. Yo infiero que, en esa perspectiva, la muerte no sería el rompimiento de esa relación, sino la apertura de nuevas correlaciones desconocidas por nosotros. Sin embargo, Rahner ha sido honesto con el lector al decir que intenta encontrar un sentido que es teológico; por tanto, proveniente de la fe.

Volviendo a Heidegger, este se preocupa por el hecho de que el ser humano transcurre por el mundo obsesionado por la vida y por la eterna juventud, y evade por supuesto el pensamiento de la muerte. El temor lo incita a fugarse de ese pensar como de algo que no le pasa ni le va a pasar a él, sino a los otros. La muerte es ajena; no se ve, en el sentido que sugiere el filósofo francés Lévinas, el amor al otro como principio de conmoción de nuestro destino común que es el morir. Yo no creo que el sentido corriente haya cambiado en lo que se refiere a la muerte pensada por Heidegger como angustia de la cual intento escapar cada día. La filosofía no nos rescata de la muerte, pero nos da razones para asumir la vida sin refugiarnos en el hedonismo, de manera que seamos sensibles al sufrimiento de los otros y las demandas de una justicia universal. 'Yo soy otro', escribió el poeta Rimbaud.

La teología reconoce al Mal una realidad inconciliable con la bondad de Dios. Si esa bondad se muestra, efectivamente y desde el principio, combatiendo el Mal, ¿su permanencia en el tiempo supone el poder de dios sacrificado a su propia bondad?

El mal, la maldad que ocurre por acción humana y el mal que sobreviene por causas naturales o desconocidas, ha sido uno de los grandes problemas sin salida que se ha planteado no solo la teología, sino la filosofía misma. Aquella, que es un pensar a partir de la revelación de Dios y de un Dios bondadoso, ha meditado, sin una respuesta racional que no tiene, que el abandono de Dios para con el Job bíblico, el Job justo y virtuoso, es equiparable en el Nuevo Testamento con el grito de Jesús en la cruz, 'Dios mío, ¿por qué me has abandonado?'. El esfuerzo de encontrarle una explicación filosófica, que sea razonable para el profano, no tiene mucho sentido. Pienso que es un misterio frente al cual el creyente cuenta con la palabra de Dios.

No obstante, la filosofía también tiene sus dificultades insalvables para explicar algo. Una noticia reciente publicó el testimonio de un ciudadano judío que estuvo en Jerusalén, en 1961, como oficial de guardia de Adolf Eichmann, el comandante nazi que envió a la muerte en los campos concentración a numerosísimos judíos. La narración que acaba de contar a la prensa es impresionante en lo que respecta a ese personaje psicópata al que un Tribunal de Justicia israelí condenó a la horca por sus crímenes. El libro de Hannah Arendt, la filósofa alemana de origen judío, que cubrió el juicio de Eichmann en el año mencionado, reviste un significado mucho más profundo desde lo filosófico, porque va mucho más allá de la narración pormenorizada de los hechos, al elaborar una reflexión moral y política sobre la disculpa que Eichmann repetía incansablemente a la audiencia diciendo que él solo cumplía órdenes: 'Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes merecían el castigo'. La filósofa Arendt, al terminar la reflexión que nos ofrece en su libro, concluye, casi como quien da fe de su propia derrota, que la larga carrera de maldad del oficial nazi era una lección sobre la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.

Cerremos esta conversación con la muerte de Dios. ¿Cuál cree usted que sea el enorme precio que pagamos por semejante crimen?

‘A través de un vidrio oscuro’, una película de Ingmar Bergman, enrarece la cuestión de Dios y del amor. Para el creyente, Dios se puede vislumbrar a través de ese vidrio, por más oscuro que sea. En cambio, el que no divisa en la fe religiosa respuesta alguna, la oscuridad de este mundo, como un espejo, reenvía a la propia imagen humana. Se podría pensar que esta última es también la postura del filósofo. Hay pensadores, como Nietzsche y Sartre, que han proclamado la muerte de Dios. Pero hay filósofos como Gadamer y Lévinas que no piensan igual. Para este último, la fórmula nietzscheana sobre la muerte de Dios pone de manifiesto el fin de una determinada, pero no de toda, sabiduría religiosa, al menos de su mala conciencia ante la filosofía. Pero el pensamiento humano puede pensar más allá de lo que es capaz de contener en su finitud psicológica y encontrar razonablemente la idea de lo infinito en nosotros, que se concreta en mi relación con el otro, con la alteridad, en mi responsabilidad con el prójimo. Las consecuencias de creer o no en Dios no determinan la existencia humana en la dirección de lo bueno o lo malo. Nadie es malo por no creer, ni mejor por lo contrario.

Pero lo que definitivamente altera la condición humana radica en salir o no al encuentro del amor, asumir el riesgo de amar en la finitud de nuestro existir, sabiendo de antemano que la felicidad que nos ofrece el rostro del amor es posiblemente insegura, pero esa contradicción es lo que nos permite vivir como seres humanos en convivencia con otros. A propósito del amor, Jorge Luis Borges lo decía mejor de lo que yo pueda decirlo: Es mejor ser feliz y desdichado que no ser ninguna de las dos cosas.