Durante la agonía y muerte de su hijo Bastien, Christophe Champenois se entretuvo navegando por Internet. Se encontraba en su hogar, una buhardilla de apenas treinta metros, situada en Germigny-l’Évêque (noreste de Francia), acompañado de su mujer, Charlène Cotte, y de su otra hija, la pequeña y amada M. Él, en el rincón donde tenían el ordenador, y la apagada Charlène y la niña, muy cerca, sentadas en la mesa armando un puzzle.
¿Por qué armar un puzzle en aquellos momentos?, le preguntaron a Charlène en el juicio. Eran terribles esos momentos. Y ella respondió: Para entretener a la niña.
Curiosos, periodistas, letrados, el juez, el fiscal, representantes de una asociación en defensa de la infancia y los asistentes sociales –estos últimos también llamados a declarar hace dos semanas, tras la apertura del juicio por la Corte de Seine-et-Marne–, pudieron recrear cómo había sucedido el espeluznante crimen cuatro años atrás. Las fotos no solo mostraron al pequeño Bastien, ya muerto y con carita de dormido, sino que también enseñaron cómo era esa buhardilla infernal en la que le había tocado pasar sus tres cortos y horrendos años de vida. En la pantalla grande de la sala de la audiencia número 1 proyectaron el interior de la vivienda de los Champenois: el rincón donde permaneció el incriminado Christophe, el baño que tenía muy cerca, una lavadora, la miseria en la que vivían, la mesa en la que se sentaron Charlène y su hija M, por entonces de tan solo cinco años...
En la foto, Bastien Champenois.
Como en todo juicio, los hechos juzgados se fueron desgranando.
Aquel fatídico 25 de noviembre de 2011, el pequeño Bastien había vuelto a cobrar protagonismo haciendo una de las suyas en el colegio: le había quitado un dibujo a uno de sus compañeros, se había ido hasta el inodoro y lo había tirado. La directora de la guardería Stéphanie Petitfrère –que abandonó la escuela tras enterarse de las consecuencias de su llamada, y que aún sufre depresión– llamó a la casa de Bastien a quejarse. Algo tenían que hacer con su hijo que no cesaba de incordiar a sus compañeros. Ella apelaba a Christophe y Charlène –eran sus padres, la autoridad– para que hablasen con el pequeño y lo hiciesen entrar en razón.
Si yo no hubiese hecho aquella llamada, seguramente Bastien todavía estaría entre nosotros, aseguró la maestra en el juicio, sin poder contener sus lágrimas.
La señora Petitfrère no solo había requerido la atención de los Champenois sobre Bastien, que ella definió como un niño 'turbulento', sino también sobre M., su hermanita mayor, porque presentaba problemas de higiene y porque nunca pasaban a recogerla a la guardería antes de las ocho y media de la noche, siendo que la escuela cerraba a las siete.
De acuerdo con la reconstrucción de los hechos, tras la llamada de Stéphanie Petitfrère la pequeña M. –encargada de notificar a su padre las sucesivas quejas sobre Bastien– no fue la que, en esa ocasión, dio la mala nueva. Fue Charlène, la madre, quien se lo dijo.
¿Pero por qué lo había hecho? ¿Cómo había sido posible que cometiera esa imprudencia?
Bastien era un niño odiado por Christophe Champenois. Lo había rechazado nada más nacer, le irritaban sus lloros de lactante. Christophe Champenois no quería más descendencia. Ya tenían a la pequeña M–que en casa tenía el lugar de princesa, según determinaron después los psicólogos que la atendieron–, y no deseaba ningún hijo más. Pero Bastien había venido al mundo, y al parecer este nacimiento no se había podido evitar.
Según las declaraciones de Charlène –una mujer con sobrepeso–, ella no se había percatado del embarazo hasta que había sido bien tarde. Así que la gestación no había podido ser interrumpida.
Bastien había llegado a engrosar la familia, y su padre Christophe Champenois no se lo había perdonado.
De acuerdo con los testimonios aportados al juicio, Champenois maltrataba a su hijo de continuo. Lo usual era que lo encerrara durante horas en un armario con las manos atadas. Además, lo hacía objeto de su carácter tiránico y violento y lo golpeaba. Como también golpeaba a Charlène.
En el juicio, los abogados de la pareja intentaron defenderla de la acusación de asesinato que pesaba sobre ella. Resaltaron las familias desestructuradas de las que procedían ambos. El de Christophe contó cómo el padre de este, alcohólico, lo llevaba a los bares mientras se agarraba sus buenas borracheras; y cómo había quedado huérfano de ese padre cuando apenas tenía siete años; y el de ella, también sacó a relucir un padre alcohólico, además de burlas durante su infancia, exclusión social y las consecuentes malas elecciones de su defendida. Como aquella de unir su vida a Champenois.
Durante tres años yo le amé, declaró Charlène en el juicio, refiriéndose a su marido.
Teniendo en cuenta lo que contaban sus vecinos sobre el maltrato que le propinaba Champenois, no es difícil imaginarse por qué solo esos tres. Aunque después ella continuó al lado del temido Christophe que, como buen maltratador, ya había hecho de su esposa una persona nula e invisible.
Uno de los asistentes sociales que fue llamado a declarar en este juicio contó que tras varias entrevistas con los padres de Bastien –seis en los dos últimos meses anteriores a la tragedia–, habían decidido analizar la personalidad de Charlène, pues se presentaba como un ser invisible. En realidad, la familia Champenois venía siendo asistida por los servicios sociales de su localidad desde el 2006. Christophe estaba en el paro y vivían de las ayudas sociales. Quizás esta última fuese una de las causas de la negativa de los Champenois a entregar la custodia y manutención de Bastien al Estado. En el juicio los asistentes sociales dijeron que esta opción la habían sugerido en varias ocasiones, y que la pareja siempre se había negado.
La imagen del pequeño Bastien, ubicada a las afueras de la casa donde vivió y fue torturado por su padre.
Uno de los policías que asistió al levantamiento del cadáver de Bastien dijo que había oído lamentarse a Christophe Champenois:
Ahora ya no recibiremos la ayuda por Bastien, se le escuchó decir, en clara alusión a la suma que mensualmente el Estado le debía estar proporcionando por cada uno de sus hijos.
La actuación de los servicios sociales en este escabroso caso fue duramente cuestionada durante el juicio. Se puso en entredicho su profesionalidad frente a un caso que parecía estar más que claro. Los vecinos habían denunciado a los Champenois, en repetidas ocasiones. La primera porque la pequeña M. se había subido al alero de una ventana sin que, al parecer, ninguno de sus progenitores se diese cuenta; la segunda para denunciar que Bastien, con solo dos años, estaba solo en casa; y otras por maltrato de Christophe a su mujer y a sus hijos.
Durante su intervención, la respuesta de la representante de los servicios sociales a dichos cuestionamientos fue que nunca habían encontrado marcas físicas del denunciado maltrato y que esto había dificultado la intervención de su departamento.
Sin embargo, el sentimiento de culpabilidad de estos asistentes sociales estaba ahí y afloró en el juicio. Uno de ellos, llorando, se lamentó de no haberles buscado a los Champenois un lugar más grande para vivir, pues él había interpretado las quejas de Christophe a este respecto como una forma de presión para que les cambiasen de domicilio y no como una necesidad. Y la asistente social-educativa de la familia se pidió una baja laboral cuando, tras unos días de vacación y ya de vuelta a su trabajo, escuchó el mensaje enloquecido que le había dejado Christophe Champenois en su buzón de voz, el día anterior a matar a su hijo:
Soy de nuevo el señor Champenois. Bueno, escuche, hay un problema grande con Bastien en el colegio. Él no deja de hacer estupideces, no respeta a sus compañeros. Yo le puedo decir que si usted no hace nada, yo lo tiro del segundo piso, da igual si tengo que pagar quince años de prisión. Así que haga usted algo.
Según el informe de los psiquiatras que lo atendieron, Christophe Champenois es egocéntrico y tiránico. Culpabiliza a los otros de sus errores porque le cuesta asumirlos.
Durante el juicio, Champenois aseguró no acordarse de lo sucedido. No recordaba cómo había matado a su hijo menor. La justicia no dio por válido su pretendido estado de alteración mental al momento del suceso. En su día había tenido la suficiente cordura para intentar engañar a la Policía. Con Bastien ya muerto, había llamado a la ambulancia para notificar que su hijo se había caído por la escalera, y para justificar que estaba mojado había dicho que le había dado un baño al ver que estaba muy sudado.
Pero los gendarmes encontraron dentro de la familia un testimonio definitivo y esclarecedor. El testimonio de la pequeña M. Al ser preguntada sobre qué había ocurrido, la pequeña dijo:
Bastien se portó mal en la escuela y por eso papá lo metió en la lavadora.
Luego contó que el pequeño había alcanzado a gritar que lo sacasen de allí, y que el padre no lo había sacado sino que, por el contrario, había puesto en marcha la lavadora.
Cuando yo fui al baño, yo le hablé a Bastien, pero él no respondió. Puede ser que durmiese, declaró la niña. Y después, mostrando la espalda de su peluche, dijo:
Bastien tenía moretones en la espalda cuando papá lo sacó.
Según los forenses, Bastien debió morir a los pocos minutos de haber sido puesta en marcha la lavadora. La autopsia determinó que el niño había sufrido un edema cerebral y múltiples hematomas causados por las aceleraciones y desaceleraciones de la máquina. Los hematomas de la espalda tenían una forma alveolada. La misma que tiene el tambor de la lavadora en el que fue embutido Bastien, un pequeño con 17 kilos de peso.
Después de meter a su hijo en la lavadora –en el ciclo enjuague y centrifugado– y durante casi media hora, en esa pequeña casa de solo treinta metros en el que el accionar de esa máquina debía escucharse nítidamente, Christophe Champenois se fue a su pequeño escritorio a navegar por Internet, y Charlène y la pequeña M. se sentaron en la mesa a armar un puzzle. Cuando le preguntaron a ella por qué no había hecho algo para salvar a su hijo –llamar a los vecinos, algo–, respondió que en aquel momento no había sido consciente de lo que ocurría.
Durante el juicio, el abogado de Christophe la acusó de haber servido de vehículo a la muerte de su hijo al informarle a su irascible y despiadado marido sobre la llamada que había hecho la profesora de Bastien.
¿Cómo había podido hacer algo así sabiendo que el día anterior este había asegurado que iba a tirarlo por la ventana del segundo piso?
Por esto el abogado la acusó de quitarle 'el pasador a la granada del señor Champenois'. Puede ser que esto fuese así. Entre las posibles explicaciones al enfermo comportamiento de Charlène durante el crimen, esta podría ser una de las causas. Quizás Charlène fuera tan violenta como su marido, pero de una forma pasiva. Quizás también ella quería ser terriblemente dura y cruel con ese pequeño hijo que tantas molestias causaba en casa. Aunque también pudieron ser más cosas. Ella era una persona anulada por el maltrato. Posiblemente, no actuó porque a esa altura ella no era más que un ente. Una muñeca de trapo. O quizás simplemente se sentó a armar un puzzle con la pequeña M., mientras su otro hijo daba vueltas en el tambor de la lavadora, porque quería que acabara aquel infierno que era su casa. Aquel infierno que se suponía causaba el pequeño Bastien, de tan solo tres años de edad.
Y en cuanto a Christophe, ¿por qué accionó el ciclo de enjuague y centrifugado? ¿Por qué ese ciclo y no otro? ¿Porque era el que menos duraba? ¿Porque creía que su hijo no necesitaba un lavado completo sino un chapuzón y nada más?
¿Y la pequeña M? Los educadores y psicoterapeutas que la siguieron en el año posterior al suceso han informado que la niña empleaba la violencia con los niños más pequeños que ella. Por fortuna y gracias a la atención recibida, mejoró. Sin embargo, recientemente tuvo un extraño y sorpresivo comportamiento: arrancó el papel nuevo con el que habían cubierto las paredes de su habitación, sin ningún motivo. Los psicológos que la han asistido piensan que de mayor podrá llegar a tener problemas psiquiátricos.
Hace dos semanas la Corte de Seine-et-Marne dictó sentencia. Tras escucharla, Charlène dijo:
Yo amaba a mi hijo. Yo no quería su muerte. Yo hacía lo que podía. De ordinario, yo lograba calmar a ese señor. Pero aquel día el odio de él fue más fuerte.
Por su parte, el padre de Bastien aseguró, con voz temblorosa:
Yo amé verdaderamente a mi hijo.
A Christophe Champenois se le condenó a cadena perpetua –treinta años de prisión– por asesinato. Y a Charlène Cotte a doce años de prisión como cómplice de ese atroz filicidio que conmocionó a Francia y que tanto espanto produce en aquellos que se enteran de que un suceso tan espeluznante en verdad sucedió.