lberto Múnera es un brillante y destacado sacerdote jesuita con doctorados en Filosofía y Letras y Teología Moral. Es un polemista que en 2013 enfrentó el cierre de un ciclo de estudios culturales sobre la población LGTBI en la Universidad Javeriana, decretado por los altos jerarcas de la Iglesia Católica. Múnera habla hoy de las expectativas reales de la iglesia del papa Francisco, el significado e implicaciones de un primer Papa jesuita, de los conflictos con el 'capitalismo salvaje', la ordenación sacerdotal de la mujer, el celibato sacerdotal y de otros temas de candente actualidad.
A veces uno tiene la intuición, o hasta la esperanza, de que el lenguaje de Francisco no sea simplemente alegórico. Y que no se limite a un clima más solidario, más misericordioso, más moderno, más alegre, menos autoritario y enjuiciador, pero sin mayores cambios fundamentales. ¿Cuál aconseja usted que deba ser el tamaño de esa esperanza?
Estamos acostumbrados a pensar que los ansiados cambios que se requieren en el mundo, en las naciones, en la sociedad, en los grupos humanos y en las instituciones son posibles a partir de las decisiones perentorias que tomen los líderes del momento. La Iglesia Católica no es una excepción a este hecho propio de quienes percibimos los problemas que nos agobian. Sin embargo la experiencia, la historia y, sobre todo, la realidad contumaz nos muestran que la acción efectiva de los grandes líderes carismáticos, que inevitablemente suscitan esperanzas de cambios estructurales, apenas alcanza a fijar rumbos y señalar nuevos horizontes a los conglomerados humanos. Todo cambio sustantivo en doctrinas y estructuras de funcionamiento requiere a veces largos períodos de tiempo para la asimilación de las propuestas por parte de quienes ejercen el poder.
En el contexto de esta incontrovertible fenomenología, el liderazgo valiente y decidido del papa Francisco, teniendo en cuenta su avanzada edad, el peso de tradiciones milenarias, la abierta oposición de algunos sectores, la compleja estructura de gobierno eclesial y la proverbial lentitud de la operación centralizada en la Ciudad Eterna, determina que la medida de nuestra esperanza de importantes transformaciones en la comunidad católica por él presidida tenga que ser bastante limitada.
El hecho de que Francisco sea un jesuita no es, o no debería serlo, un hecho irrelevante. Lo mínimo que uno puede pensar es que Francisco cuenta con un formidable equipo de gentes ilustradas, organizadas, experimentadas en afrontar cruciales momentos históricos, y muy comprometidas con la responsabilidad social. ¿Tienen acaso, Francisco y la Compañía de Jesús, algún proyecto específico para una nueva Iglesia?
El proyecto específico para una nueva Iglesia no está en manos del papa Francisco y de la Compañía de Jesús. Este proyecto ya se diseñó con suficiente precisión en los documentos del Concilio Vaticano II y se ha venido puliendo con el avance de la Teología católica en los últimos 50 años. A la Compañía de Jesús le encomendó el papa Pablo VI el dirigir todos sus esfuerzos a la puesta en ejecución del diseño de la nueva Iglesia establecido en la Asamblea conciliar. Desde ese momento, impulsados por el padre Arrupe y sus sucesores en el gobierno de la Compañía, los jesuitas hemos intentado en todos los campos de nuestra acción y por todos los medios posibles ser fieles a tan honroso encargo.
En estos 50 años nos hemos ubicado en todas las fronteras en las que se hace indispensable hacer presencia y actuar para hacer efectivas las trasformaciones señaladas por el Concilio Vaticano II. La Compañía de Jesús ha tenido que enfrentar no pocos conflictos, silenciamientos y sometimientos a una discreta actividad de bajo perfil frente a las tendencias y presiones intraeclesiales que han retardado la implementación de lo decidido por los obispos en los documentos conciliares.
El providencial advenimiento de un Papa jesuita llena de esperanzas y de nuevos impulsos a la Compañía de Jesús para acompañarlo desde todos los terrenos de acción apostólica en que estamos implicados los jesuitas, en el esfuerzo por hacer efectivas las reformas establecidas en el Concilio Vaticano II.
Carl Smitt pensaba (y está de moda darle la razón en muchos temas a pesar de sus desviaciones nazis) que 'todos los conceptos significativos de la moderna teoría política son conceptos teológicos secularizados'. Ejemplo de ello serían las relaciones entre la doctrina del poder papal y el absolutismo, o la muy conocida tesis de Weber sobre el influjo de la ética calvinista en la creación y el auge del capitalismo moderno. ¿Cuáles serían, a su juicio, los hechos sociales y políticos contemporáneos que podrían conjeturarse a partir de la Iglesia de Francisco? ¿La Iglesia está, acaso, anticipándole prácticas funerarias al capitalismo?
Es presuntuoso suponer un deceso mundial del capitalismo cuando las grandes potencias socialistas que lo combatían desde el comunismo se han rendido a sus encantos y cuando los regímenes que buscan un nuevo socialismo con los esquemas trasnochados de hace 50 años llevan al desastre económico a países enteros.
Teniendo en cuenta que los planos teológicos siempre fueron y son performativos, son parábolas, son metáforas del querer de Dios sobre el humano, su comunidad, su compartir, su vivir y su morir, es claro que la antropología bíblico-cristiana es la mejor antropología integral y social.
De aquí resulta la decidida oposición del papa Francisco, de la Compañía de Jesús y de la Teología católica a un capitalismo salvaje. Se debe a que está situado en el lugar teológico que son los empobrecidos, los frágiles, los vulnerables, los desechados por los esquemas económicos, políticos y sociales del mundo contemporáneo que son los preferidos de nuestro Dios humanado Jesucristo, como consta en el mensaje evangélico. Es evidente que un sistema global que sigue generando la concentración de la riqueza del mundo en una minoría privilegiada a costa del aumento proporcionalmente acelerado de la pobreza de la mayoría de los seres humanos que habitamos el planeta no puede ser el modelo adecuado para una humanidad que tiende a su autodestrucción.
Lo que propone el papa Francisco no es el funeral del capitalismo, imposible ante la inexistencia de modelos alternativos, sino su necesaria moderación que desemboque en una socialización y equitativa distribución de la riqueza como se ha ido logrando en algunas sociedades que han visto la necesidad imperiosa y claramente racional de establecer mecanismos de convivencia que permiten el acceso a todos los miembros de la comunidad, de todos los beneficios del desarrollo, a partir del reconocimiento decidido de la igual dignidad de toda persona y de la consecuente necesidad absoluta del respeto irrestricto a todos los derechos humanos. Perspectiva que para el cristianismo resulta ser la más acorde con la comprensión antropológica que surge del mensaje de Cristo.
El desprecio, el miedo, el repudio y la demonización de la mujer por parte de las iglesias cristianas, pueden explicarse como resultados de la cultura patriarcal que condicionó sus prácticas y doctrinas. ¿Debemos creer, cuando pensamos en la posibilidad del ordenamiento sacerdotal de la mujer, que están dadas las condiciones para una hermenéutica teológica capaz de interpretar cambios fundamentales en el mundo y la comunidad eclesial?
El tema de la ordenación sacerdotal de mujeres en la Iglesia Católica debe ser situado en un ámbito mucho más amplio en el que la Iglesia se ha venido empeñando desde el Concilio Vaticano II. El asunto del acceso de la mujer al ministerio ordenado no es la principal o fundamental cuestión en la búsqueda de la equidad de género en la Iglesia, tratándose el ministerio sacerdotal de un servicio a la comunidad y no de un ejercicio de poder. El gran desarrollo de una antropología femenina en el ámbito académico eclesial pretende ante todo el mostrar la trascendencia del factor femenino en toda la estructura de la sociedad y de la Iglesia y no simplemente la búsqueda de la ordenación de mujeres.
Pero ya que en el imaginario popular la pregunta por el sacerdocio femenino causa tanta inquietud, se puede decir que la afirmación constante, en varios estudios realizados hasta el momento, es que la negación del acceso de la mujer al sacerdocio en la Iglesia Católica no se funda en sólidos argumentos bíblicos o teológicos, sino que se trata de una determinación mantenida consuetudinariamente en la Iglesia por razones fundamentalmente sociológicas y culturales.
Las afirmaciones doctrinales como las del papa Pablo VI y del papa Juan Pablo II para mantener la situación se basan en lo siguiente:
Primero, el carácter masculino del sacerdocio del Antiguo Testamento y la subordinación de las mujeres a los varones, según el Nuevo Testamento en las Cartas Pastorales.
Segundo, el argumento simbólico-antropológico: 'Porque Cristo fue y sigue siendo varón'; es decir, representatividad, imposibilidad de representar a Cristo como una mujer. Y el argumento simbólico-nupcial: Cristo, varón, Esposo, y la Iglesia, femenino, Esposa.
Tercero, el argumento de la 'venerable' Tradición en la práctica de la Iglesia. O sea, la afirmación de que la Iglesia Católica nunca ha ordenado mujeres.
Cuarto, la 'fidelidad al prototipo del ministerio sacerdotal querido por el Señor Jesucristo y mantenido cuidadosamente por los apóstoles'.
Y quinto, el hecho de que Cristo, positivamente, no eligió entre los 'Doce' a ninguna mujer y por lo tanto no instituyó mujeres como sacerdotes y las excluyó de esta posibilidad.
La Comisión Bíblica en 1976 estudió el tema y no encontró evidencia en la Sagrada Escritura de la que se pudiera determinar la exclusión de la mujer para los ministerios ordenados.
Para algunos biblistas y teólogos católicos, los argumentos mencionados no presentan el rigor que la exégesis y la hermenéutica teológica dispuestas por el Concilio Vaticano II, exigen en la actualidad para sustentar afirmaciones doctrinales.
Pero el Papa Juan Pablo II declaró en su documento Ordinatio Sacerdotalis, del 22 de Mayo de 1994, que la Iglesia no tenía autoridad para permitir la ordenación de las mujeres y afirmó que se trataba de una decisión definitiva. El Concilio Vaticano II había distinguido dos clases de afirmaciones doctrinales del Magisterio eclesiástico: primero, las que constituyen dogmas, así declarados por los Concilios o por el Papa en comunión con todos los Obispos, a los que los católicos nos adherimos por la fe teologal, y segundo, las que provienen del Magisterio Ordinario pontificio o episcopal, a las que nos adherimos con sincero obsequio del entendimiento y la voluntad. El Cardenal Ratzinger en su documento Donum Veritatis había establecido lo siguiente en marzo de 1990: '23. Cuando el Magisterio de la Iglesia se pronuncia de modo infalible declarando solemnemente que una doctrina está contenida en la Revelación, la adhesión que se pide es la de la fe teologal. Esta adhesión se extiende a la enseñanza del magisterio ordinario y universal cuando propone para creer una doctrina de fe como de revelación divina.
Cuando propone « de modo definitivo » unas verdades referentes a la fe y a las costumbres, que, aun no siendo de revelación divina, sin embargo están estrecha e íntimamente ligadas con la Revelación, deben ser firmemente aceptadas y mantenidas.
Cuando el Magisterio aunque sin la intención de establecer un acto « definitivo », enseña una doctrina para ayudar a una comprensión más profunda de la Revelación y de lo que explícita su contenido, o bien para llamar la atención sobre la conformidad de una doctrina con las verdades de fe, o en fin para prevenir contra concepciones incompatibles con esas verdades, se exige un religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia. Este último no puede ser puramente exterior y disciplinar, sino que debe colocarse en la lógica y bajo el impulso de la obediencia de la fe'.
Pero la gran mayoría de los teólogos hicieron ver que sólo existen las dos modalidades señaladas en el Concilio Vaticano II, y que fuera de los dogmas definidos no es posible que el Magisterio proponga verdades 'de modo definitivo'.
De manera que la decisión del papa Juan Pablo II de establecer de modo definitivo que la Iglesia no tiene potestad para ordenar mujeres no podría considerarse un dogma de fe de carácter definitivo. Por lo cual se ha considerado entre los teólogos, que el tema pudiera seguir siendo estudiado en la Iglesia y se podría llegar a conclusiones y determinaciones diferentes a las actuales.
Por lo demás, hay que recordar que el Concilio Vaticano II estableció que tanto el Episcopado como el Presbiterado y el Diaconado pertenecen al Sacramento del Orden. Y consta que en la Iglesia Primitiva existieron Diaconisas.
Teniendo en cuenta la cada vez mayor participación de la mujer en la vida pública de la sociedad, y en razón de la exigencia cristiana de no discriminación por causa alguna, sería maravilloso que el papa Francisco al menos animara a impulsar los estudios bíblicos, teológicos y de historia eclesiástica que permitieran en el futuro fortalecer el trabajo ministerial de la Iglesia con mujeres a quienes el Espíritu Santo no discrimina cuando les concede los carismas y vocación para el ministerio propio del Sacramento del Orden pero que no pueden ser ejercidos debido a la estructura disciplinar actual. Pero aunque tales estudios se iniciaran, creo que tendrían que pasar muchos años antes de que se obtuvieran resultados que permitieran modificar la disciplina eclesiástica al respecto.
El tema de la mujer funciona para explicarnos otro de los temas cruciales para la iglesia del siglo XXI. Al sacerdocio plenamente masculino, sacralizado y jerarquizado, habría que sumar que las religiosas debían permanecer encerradas en 'clausuras' que alejaban a obispos , presbíteros y diáconos del pecado. ¿Qué posibilidades hay en el mundo del papa Francisco, de reflexionar, por lo menos reflexionar, sobre la pertinencia de mantener esa institución tardía y no teológica del celibato?
Muy cierta su apreciación de que el celibato sacerdotal no es una institución teológica. Se trata de una disposición perteneciente al régimen disciplinar de la Iglesia. Hay que distinguirla claramente de la vida religiosa femenina, de la que Usted hace mención al recordar la exigencia de la clausura monacal que se estableció para salvaguardar a religiosos y religiosas del acceso indebido de personas del sexo opuesto al respetable retiro y privacidad de quienes habían optado por desarrollar su existencia dedicada a la oración y al trabajo dentro de los muros de los monasterios.
Volviendo al celibato exigido al clero diocesano, a saber a Obispos, Presbíteros y Diáconos que libremente lo asuman, (pues desde el Concilio Vaticano II se estableció el Diaconado permanente para varones casados), conviene recordar algunos datos históricos: en la Iglesia primitiva la mayoría de Obispos, Presbíteros, Diáconos y Diaconisas estaba constituida por personas casadas.
Cuando se afirma que el celibato se inició en el siglo IV en el Concilio de Elvira, se hace referencia a la costumbre que se inició en algunas comunidades eclesiales de impedir a sus Obispos, Presbíteros y Diáconos la legítima relación sexual con sus esposas. Esto en parte por influjo de la costumbre Judía de que sus sacerdotes se abstuvieran de dicha relación un día antes del ejercicio de su actividad litúrgica, y en parte por la incidencia del Gnosticismo que atribuía carácter pecaminoso a toda actividad sexual.
Hasta el Primer Concilio de Letrán en 1123, lo establecido era que los casados que habían sido ordenados se abstuvieran de relaciones sexuales con sus esposas, y que los ordenados célibes no se casaran. En los cánones 3 y 21 de este Concilio (Mansi XXI, col 282 y 286) se determina que, en adelante, los matrimonios de los clérigos de órdenes mayores (Obispos, Presbíteros y Diáconos), serían nulos. Así los ordenados célibes lo serían siempre.
Sin embargo durante los siglos XII a XV lo que se siguió aplicando con rigor en la Iglesia occidental fue la exigencia de abstención de relaciones de los clérigos casados con sus esposas, y la prohibición de casarse después de haber recibido las órdenes mayores. Pero los esfuerzos por lograr que estas exigencias se cumplieran, demuestran que todavía la situación de muchos clérigos no era la prevista por la autoridad eclesiástica. Así los Concilios de Constanza (1414-1418) y de Basilea (1431-1437) tienen que ocuparse de sancionar a quienes no procedían según lo dispuesto.
Con el surgir del Protestantismo en el siglo XVI, muchos sacerdotes casados se acogieron al mismo, debido a que allí no se encontró razón para aplicar las exigencias de abstención sexual con las esposas o, incluso, para casarse después de haber recibido la ordenación. El papa Paulo III, poco antes del Concilio de Trento, determina reintegrar en Alemania a los sacerdotes casados arrepentidos, que se comprometan a la abstención sexual con sus esposas; y a los que decidan continuar su vida marital, se les dispensa de las penas eclesiásticas existentes pero se les prohíbe el ejercicio del ministerio sacerdotal. De igual manera procede el papa Julio III en 1554 para el caso de Inglaterra.
El Concilio de Trento en 1563 refuerza las disposiciones vigentes hasta el momento e impone enérgicas penalidades a quien las incumpla. Pero la medida que más influyó en el futuro del celibato fue la exigencia de crear Seminarios para recibir a los aspirantes al ministerio sacerdotal desde la adolescencia. Así sucedió que los candidatos célibes a la ordenación se hicieron tan numerosos que resultó innecesario ordenar hombres casados. De manera que el número de estos últimos se fue reduciendo paulatinamente.
Para la Iglesia, principalmente en Europa que tiene ya multitud de parroquias sin párroco que atienda religiosamente a sus fieles, sería absolutamente beneficioso que el papa Francisco asumiera que es preferible atender el derecho inalienable que asiste a los fieles de ser atendidos espiritualmente y poder contar con los Sacramentos que dispensa la Iglesia por medio de sus Sacerdotes, a mantener a ultranza la exigencia del sagrado celibato para todos los Presbíteros, aunque incluso por circunstancias demográficas (familias de sólo uno o dos hijos) ya resulte prácticamente imposible contar con vocaciones célibes.
¿Tenemos esperanzas o estamos a la espera? Qué se puede esperar realmente, dada la consistencia poco o nada perecedera del cuerpo doctrinario y su contraste con la realidad cultural y social de hechos como el aborto, la eutanasia, el divorcio, las parejas del mismo género, los procesos de adopción y la homosexualidad? ¿Una iluminación por la Gracia o algo más empírico y político?
La Iglesia está constituida por personas concretas que hemos asumido el seguimiento del Señor Jesucristo, nuestro Dios humanado, en circunstancias históricas, sociales, culturales, geopolíticas concretas. La Gracia es para nosotros la maravillosa transformación ontológica que la fe que se nos ha infundido genera en nosotros de manera que procesualmente vamos reproduciendo en nosotros los rasgos divinos del Señor para irnos cristificando como lo propone San Pablo, 'hasta que se forme Cristo en nosotros'. Pero esta Gracia no opera sin el ejercicio de nuestras conciencias y libertades concretas insertas en el contexto que nos ha correspondido existir. Contexto actual que está estructuralmente conectado en la historia con el pasado y con los procesos evolutivos de la humanidad y de la sociedad. Podemos estar seguros de que este continuo avance y transformación de la humanidad y de la sociedad no se interrumpirá nunca y jamás evolucionará hacia las realidades ya superadas. Los cristianos vivimos así en permanente esperanza de un mundo cada vez más perfecto, hasta que llegue la plenitud de los tiempos. Pero la Gracia que nos transforma cada vez más en Cristo hasta que su plenitud culmine en un cielo nuevo y una tierra nueva en el final, no implica que los cambios y avances vayan más rápido de lo que las libertades concretas contextualizadas históricamente y condicionadas por los incontables elementos en que ocurre nuestro existir, pueden avanzar. La Gracia ilumina en cuanto nos permite vislumbrar luces del futuro pero no procede forzando las libertades humanas.
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