Cuando comienzan los que pueden ser los mejores años de Francisco, el camino de Pedro Pablo va en reversa. Entre los 22 años del primero y los 60 del segundo hay una diferencia generacional que solo borró el destino que los llevó al mismo hogar: la calle. En esa soledad, los materiales que en algún momento fueron el único refugio bajo noches frías les devolvieron por un día la imaginación perdida por la desesperanza de esa ruda realidad. Aquella mañana de junio, en el Museo del Atlántico, habitantes de la calle –como ellos– exploraron sus destrezas artísticas olvidadas en un programa que busca devolverlos a la sociedad.
De las 1.975 personas que conforman esta población en Barranquilla –según el último censo realizado por la Secretaría de Gestión Social del Distrito–, solo unos 50 atendieron el llamado. La creatividad rodaba por sus manos en medio de lápices de colores, pinceles, témperas, cartón, periódico y botellas de plástico.
El tiempo que quedó retenido en medio del consumo de sustancias psicoactivas, el abandono de sus familias y la violencia de sus casas –las principales causas que los dejaron sin hogar– regresó a sus infancias para poder sanar heridas emocionales. O por lo menos, ese es el objetivo del programa ‘Nido y Abrigo’ al que se acogieron con el deseo de superarse a sí mismos.
La iniciativa secunda el proceso de atención integral para la resocialización de habitantes de calle que realiza la Alcaldía para, a través de actividades artísticas, fortalecer su proyecto de vida y su reinserción social, laboral y familiar. La perfección no hace parte de las jornadas. Tampoco parece importarles al grupo heterogéneo que el pasado 2 de junio dejó correr su ingenio en el taller de arte reciclable, que los trasladó a los años antes de que la calle se hiciera su hogar.
Más que desarrollar su sensibilidad estética, el trabajo manual es una terapia ocupacional para que los momentos de supervivencia en los andenes más oscuros y sucios de la ciudad quedaran en un pasado sin retorno.
Así lo explica el filósofo, maestro en artes plásticas e investigador de neurociencia y arte, Elkin Bolaño Vásquez, quien atiende poblaciones vulnerables con la Fundación BAT Colombia -entidad que respalda el programa- y coordina el Salón de Arte Popular que promueve la British American Tobacco en el país.
'Iniciamos la labor con un estigma: que los habitantes de la calle socialmente no se saben comportar. Pero demostraron lo contrario: trabajan en equipo, no pelean, reciben pautas y las aceptan. Y eso tiene que ver con que, desde el punto de vista neurológico, el cerebro funciona mucho mejor cuando se conectan las manos con el pensamiento y las imágenes. De esa forma se explota una idea creativa en donde no importa tanto el resultado como el proceso; muchos se sienten satisfechos, aunque no hayan terminado su juguete, y eso los libera de emociones traumáticas y de inseguridades', manifiesta.
Fuera del contexto social en el que son 'reconocidos' los estereotipos se rompen. La suciedad y las ropas rasgadas es otra imagen injusta y falaz. Solo hay que ver en sus ‘pintas’ la redignificación que piden (a gritos) en silencio. Y en sus creaciones los esbozos de ilusión que aún les quedan.
Los diseños de Francisco y Pedro Pablo tienen algo en común: alas. Un ángel y una paloma –respectivamente– son el símbolo de sus vidas, las que reflejan la historia de desigualdad detrás de cada habitante de ese hogar de todos y de nadie, que demuestran que no existen discriminaciones de edad, género o raza fuera de casa.
'Vendía mi cuerpo para pagar las drogas'
La crueldad había tocado su casa incluso antes de haber nacido. En la Comuna 1 de Medellín, lo extraño era la tranquilidad. 'Desde que tengo memoria no ha parado la violencia ni las drogas'. Esas palabras con las que se refiere Francisco Javier Santamaría a su tierra natal lo muestran desprendido, o quizás, acostumbrado a la realidad que le tocó vivir.
A los ocho años se fue de su casa a buscar un nuevo rumbo, dejó atrás a sus padres y a sus cuatro hermanos. Una violación sufrida en lo alto de esas montañas donde residía le dio la certeza de la decisión. Así comenzó su calvario por las infames calles de la capital antioqueña de hace 14 años, que lo llevarían a una travesía por el país que terminó en Barranquilla.
Desde que estaba de brazos vendía dulces con su madre en las esquinas de los semáforos, en los buses, cerca de parques o colegios. No tuvo que adaptarse a la calle, parecía que viniera con él estar en ella. Pero las cosas fueron más duras de lo que alguna vez alguien pueda imaginar.
Las bancas y los andenes públicos eran su cama. El hambre lo obligó a aspirar bóxer para calmar sus ansiosas tripas. Luego siguieron el resto de drogas: marihuana, pepas, perico, bazuco. Cuando menos lo pensó, ya era adicto. 'Cada vicio tuvo su etapa en mi vida que me fueron destruyendo de a poco', dice ya con una voz más serena.
Pese a su situación, siempre estuvo alejado de la violencia. 'Las bandas no me amenazaron nunca para pertenecer a ellas, como lo hacen con todos los chicos, por mi inclinación sexual', confiesa. Su suplicio siempre fue la droga que lo consumían.
Para comprar su vicio recurrió a la prostitución, que ejerció durante más de una década. Sus clientes eran hombres y su paga nunca fue mayor a 20 mil pesos. 'Plata mal venida, plata mal ida. En la calle nada es fácil, cualquier cosa puede pasar. Y al final uno no es lo que quiere, sino lo que le tocó ser', el tono desesperanzador de estas palabras ya no está en su voz.
En esa vida Francisco recorrió varias ciudades del país. En Bogotá se convirtió en transexual, en la oscuridad del antiguo Cartucho. Y desde Cartagena llegó a Barranquilla con una única muda de ropa: de mujer. Dormía en la Plaza de la Paz cuando supo del hogar de paso, en el que vive hace tres años.
'Las drogas te alejan de la familia, de los sueños, de un futuro. Yo siento que fue un ángel el que me sacó del hueco. Quería cambiar mi vida, dejar lo malo atrás, ser libre. Y lo logré', expresa con una sonrisa, aparentemente inocente. Hace dos años dejó de consumir sustancias psicoactivas y devenga un sueldo del trabajo que realiza como ayudante de cocina en el hogar de paso, donde además hace oficios varios. 'Si yo pude, cualquiera puede'.
La ceguera lo llevó a quedarse sin techo
La ilusión de un niño permanece intacta en Pedro Pablo Cardoza a los 60 años. Con la tranquilidad de la tercera edad que se aproxima revive con su entusiasta historia los tiempos de su infancia, que permanecen aún en su memoria.
'La paloma guarachera, como le decía mi mamá, llegaba todas las tardes a la ventana de la cocina, donde mi mamá le ponía arroz cada día. Sacaba un poco del plato de nosotros', ese recuerdo vivaz Pedro Pablo lo retrató en la paloma de cartón que hizo con sus manos.
Y a ese tiempo se remonta el desencuentro con la vida. A los 10 años se fue de su casa en Magangué rumbo a Cartagena, huyendo del maltrato intrafamiliar. 'Me pegaban muy fuerte cuando sacaba malas calificaciones en el colegio', cuenta.
En La Heroica trabajó en un hotel de la Avenida Pedro de Heredia. Por recomendación de su jefe se enlistó en el Ejército en 1985. Duró dos años de su vida como soldado, en los que pasó desde la Banda de Guerra y el casino de suboficiales hasta la contraguerrilla en la Sierra Nevada de Santa Marta.
'Se me acabó el deber y me tocó salir. Me propusieron entrar en la Policía, pero en ese entonces debía comprar una maleta con los enseres y no tenía plata', dice, sin enfocarse en los sueños no cumplidos. Su relato fue rápido, aunque las palabras nunca le dejaron oportunidad al silencio.
Llegó a Barranquilla después de eso en busca de trabajo. Fue vigilante hasta que se aburrió de los 'malos ratos' y del 'extenuante horario'. Pronto, no pudo pagar la pieza donde dormía. Cada día vendía una muda de ropa hasta que se quedó con lo que tenía puesto.
Sin embargo, consiguió un puesto en Combarranquilla sede norte como empleado del aseo. El uniforme lo salvó de explicar su única pinta. Pero seguía viviendo en el Parque Venezuela. 'Les conté mi historia a los policías del CAI, entonces me dejaron guardar mis cosas dentro, me prestaban su baño para ducharme y me daban cartón para cubrirme del frío en la banquita donde dormía'.
Nunca consumió drogas. Pero un accidente laboral en el que sufrió un fuerte golpe en la cabeza lo fue dejando ciego de a poco. Con esa nueva condición de discapacidad no pudo ejercer nunca más un trabajo, y hacía años que había perdido el contacto con su familia. Nunca se casó ni tuvo hijos.
Llegó al hogar de paso por iniciativa de los propios policías. 'Aquí me rescataron y soy feliz', concluye con la paloma en su mano.
De la ley a los derechos
Las letras de inclusión social estipuladas por la Ley 1641 de 2013 se materializan en el sector de la 0carrera 38 con calle 35. Una vieja casona –característica del Centro de la ciudad– alberga 100 habitantes de calle cada día. En el Hogar de Paso del Distrito reciben una atención integral: techo, alimentación, salud física y psicosocial, higiene personal, recreación.
Para muchos, esa casa es su hogar, llevan años en ella, y allí dejaron las ataduras a la calle. Incluso se adaptaron a las reglas. Se cumplen horarios de entrada y salida, y del desayuno y almuerzo –que es la alimentación que brindan–, y nunca deben ingresar bajo los efectos de alguna adicción.
Con un 'contacto activo', funcionarios capacitados localizan a las personas sin hogar para iniciar el proceso, siempre por voluntad propia. Las visitas establecieron que los lugares más frecuentados por esta población son los andenes y bulevares del Centro, el sector del Boliche, el parque del Cementerio Universal, la zona de la Plaza de la Paz y el Parque de los Músicos.
'Nuestro objetivo es restablecer los derechos y resocializarlos para garantizar su inserción a la sociedad, al sector laboral y familiar', afirma Gonzalo Baute, secretario de Gestión Social del Distrito.