A las 9 de la mañana de un Viernes Santo, Jorge Emilio Ariza le pide a su nieta más pequeña que le haga un ‘mandado’. Obediente, la niña de abrigo rosado le entrega varias cuchillas con las que su abuelo pagará por un ‘milagro’. Así lo cree él, que lleva más de 28 años dándose látigo. Así entiende ella a sus 7 años, aunque minutos más tarde no tenga valentía suficiente para ver a su moreno y canoso viejo ensangrentado.
'Lo hago por ella y para cumplirles a los ángeles. Hace un mes y medio mi nieta sufría de cólicos y ningún médico decía que era. Yo prometí que si Dios la curaba, me picaba', dice convencido Ariza, un tomasino de 59 años.
En su bolso tejido a mano, el hombre de bigote largo lleva una falda blanca con cruces negras pegadas, que es el pollerín usado por los flagelantes. Un gorro en forma de cono para ocultar identidades, conocido como capilote, y una botella de aguardiente o ron, para 'soportar el dolor'.
Colgado a su carro de venta de mangos, Ariza carga la disciplina, una cuerda gruesa que lleva siete bolas de parafina. En Santo Tomás ese es el número de la procesión de sus penitentes, una tradición rechazada por iglesia y que tiene sus inicios en la Edad Media.
Son siete pasos hacia adelante, tres atrás. Siete las cruces que deben visitar. Siete cortadas en la piel. Siete viernes santos. Siete las frases que Jesús pronunció antes de su suplicio en la cruz.
Este año fueron cerca de 30 penitentes que intentaron simular el viacrucis que vivió Jesucristo antes de ser crucificado. El ‘calvario’ comienza en el caño de Las Palomas, una trocha caliente tapizado en arena que quemó los pies de quienes se atrevieron a caminarlo descalzos. Finaliza después de dos kilómetros de paso lento y llanto, en el sector de la ‘Vieja cruz’, barrio Buena Esperanza .
La comitiva de ‘fieles’ despierta el morbo y la curiosidad en Santo Tomás. Cada año se toma la vía principal, La Amargura, adoquinada hace dos años. Mientras desfilan los de rostros cubiertos con sacos, los que cargan una cruz con corona de espinas y los que llevan en alto una copa de vino, cientos de espectadores se acomodan en las orillas de la vía para no perderse de la procesión con tinte de espectáculo.
Lo hacen por su madre, padre, amigos, familiares cercanos. Por la salud o superación de cualquier problema.
'Cada loco con su tema', se escucha desde el bordillo. 'Es respetable, pero da dolor verlos', dicen otros. En cada cuadra hay críticas o respaldo. También hay sillas listas para ser alquiladas, venta de sopa de mondongo, bebidas y baratijas.
Incluso, la procesión es objetivo de turistas. Al municipio ubicado en la zona oriental del Atlántico, a la ribera del río Magdalena, arriban extranjeros para entender la tradición iniciada hace 155 años. Cruzada de piernas y brazos, una estadounidense pregunta a un tomasino por qué los penitentes deciden maltratarse.
'Es su forma de pagar por lo que Dios ha hecho por ellos', le responde el joven a la rubia de ojos azules.
Ante su mirada, algunos flagelantes caen arrodillados. Karen González, una ama de casa que estudió hasta octavo grado de bachillerato, ofreció una ‘manda’ de 10 años por su hijo, que hace cinco años sufrió de una malformación vascular ultravenosa.
Para agradecer por el milagro de un hijo sano, la mujer compra cada año una botella pequeña de vino tinto Cabernet Medalla Real y la deposita en una copa de vidrio, que carga con el brazo levantado durante todo acto. Mientras arrastra las piernas, sus familiares la persignan y calman su llanto.
Antes de unirse a la comanda, González explica que 'el dolor es tanto que se deja de sentir el brazo'. 'Cuando te duele de verdad simplemente se deja de sentir', agrega la mujer, vestida de blanco.
Su ‘manda’ implica caminar hacia atrás. Faltando poco para llegar, al menos tres cruces, la súplica de González era 'ya no más'. 'Me arden los pies, no puedo caminar', gimió la tomasina, quien agarraba a su hijo, de 18 años, por la mano.