*Por Álvaro Medina
Un realismo derivado de la cotidianidad polvorienta del Caribe colombiano permeaba los relatos que precedieron a Cien años de soledad, de modo que la lucubración fantástica de esta novela, aunque me sorprendió, no me resultó fuera de foco. Algo de ‹eso›, en efecto, asomaba en la ciega que ve en 'Rosas artificiales' y se manifestaba a plenitud, aunque poéticamente diluido, en 'Los funerales de la Mamá Grande'. No hablo de la realidad descrita según lo que el ojo capta, al modo del Stendhal del espejo en el camino, sino de lo que la mente registra y memoriza a su modo, subjetivando lo que en principio es objetivo. Este aspecto de Cien años de soledad no tiene ninguna relación con Proust, Faulkner y Joyce, porque no está ligado a flujos de conciencia repentinos, sino a vidas vividas y compartidas con intensidad.
¿Vidas vividas y compartidas? Exactamente. Voy a fundamentarlo considerando un par de episodios, apenas dos de los muchos que recorren y potencian la novela del hijo de Aracataca.
La primera, las visitas de los médicos invisibles. A algunos les ha debido parecer un detalle bien fabulado; a mí, un episodio conocido. En mi casa del barrio Boston en Barranquilla, siendo yo un niño, oí hablar de estas visitas muchas veces. Un padecimiento físico era sanado por esos seres angelicales que, con aspecto y modales humanos, se enteraban del mal que una tía abuela padecía y se dignaban curarla durante el sueño de la noche con una inyección o un bebedizo, dándole incluso algunos consejos para no reincidir en quebrantos.
La segunda anécdota es la de los huesos de los padres de Rebeca, que una vez exhumados se depositaron en un cofre y llevaron a casa, por lo que fueron desplazados de un lugar a otro al capricho de los imperativos domésticos. Aconteció, tal cual, en mi familia, con los restos de un tío repatriados desde una ciudad lejana. Metidos en una urna, pasearon por los dormitorios a la espera de encontrar lugar en el osario de la iglesia de nuestra parroquia, sin cupo para más muertos hacia esa fecha.
En Cien años, un acontecimiento real pero excepcional y en el fondo trivial, como el de los restos humanos que no hallan reposo, narrado por la pluma de Gabriel García Márquez, adquiere visos maravillosos. En sentido contrario tenemos que lo verdaderamente fantástico, el caso de los médicos invisibles, pasa a ser un episodio de la vida cotidiana. La magia del autor residía en saber manejar la alquimia que le permitía conjugar lo posible y lo imposible, lo imaginario y lo concreto, lo palpable y lo comprobadamente impalpable, tres alternativas de las vidas que se saben vivir y compartir en comunidad. Si mi abuela creía en los médicos invisibles y tú también crees en ellos, el asunto constituye una esfera de entendimiento común que salta de lo inviable a lo absolutamente viable. El éxito mundial de la gran novela de nuestro Premio Nobel de Literatura ha residido en el hecho de que las sociedades se mueven al ritmo de lo que sucede en la práctica, pero también al de lo que imaginamos y asumimos como ya sucedido.