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Artículo elaborado por Marco Schwartz, director de El Heraldo, para el diario alemán Sueddeutsche Zeitung.

'Se terminó de imprimir el día treinta de mayo de 1967 en los talleres gráficos de la compañía impresora Argentina S.A., calle Alsina Nº 2049 – Buenos Aires'.

Esta breve nota es el certificado de nacimiento de Cien años de soledad, un libro que, por diversas razones –entre ellas su lenguaje deslumbrante, la imaginación torrencial que recorre sus páginas y el enorme interés que despertaba América Latina entre los intelectuales del mundo– iba a conmocionar las letras internacionales y situar a su autor, el colombiano Gabriel García Márquez, de 40 años, en el olimpo de la literatura.

García Márquez vivía entonces con su esposa, Mercedes Barcha, y sus dos pequeños hijos en México DF, desde donde había mandado el manuscrito en dos partes, pues el dinero no le había alcanzado para hacerlo en un solo envío. Al salir de la oficina de correos, Mercedes, que hacía malabares en las finanzas domésticas para sortear la precariedad a la que parecía condenada por haberse unido a un escritor, comentó: «Ahora lo que falta es que la novela sea mala».

La obra llegó a las librerías argentinas el 5 de junio, con una portada que mostraba un galeón en medio de una selva azul. Editorial Suramericana había previsto una edición inicial de 3.000 ejemplares, pero elevó el tiraje a 8.000 tras leer las pruebas de toda la novela. El éxito fue inmediato. La crítica se deshizo en elogios ante una obra portentosa que alguien definió como cumbre del ‹realismo mágico›, aunque para un ciudadano del Caribe, habituado a vivir en una cotidianidad rayana en la ficción, se trata simplemente de realismo.

Poco antes, en la revista colombiana Diners, Germán Vargas había publicado un artículo premonitorio titulado 'García Márquez: autor de una obra que hará ruido', en el que contaba que el autor, que ya disfrutaba de cierto reconocimiento en Colombia, estaba corrigiendo las pruebas de la que «será la mejor novela colombiana escrita en el último cuarto de siglo». Vargas, que había tenido el privilegio de leer el manuscrito, adelantaba detalles de la obra y contaba algunas curiosidades. Por ejemplo, que el entonces joven escritor peruano Mario Vargas Llosa, que ya gozaba de renombre internacional, la había recomendado a sus editores franceses y norteamericanos con el argumento de que «es lo mejor que se ha escrito en muchos años en lengua castellana».

Pero, ¿quién es Germán Vargas?

Saberlo, y saber quiénes eran Álvaro Cepeda, Alfonso Fuenmayor y Ramón Vinyes, y tener además alguna noción de lo que era en los años 50 una ciudad portuaria e industrial colombiana llamada Barranquilla, seguramente aportará algunas claves del misterio creativo de García Márquez y permitirá entender por qué escribió su obra cumbre del modo en que lo hizo, y no de otro.

Nacido el 6 de marzo de 1927 en un pueblo de la provincia del Magdalena llamado Aracataca, y criado los primeros años por sus abuelos maternos, ‹Gabito›, como lo llamaban los amigos, había vivido en dos ocasiones fugaces en Barranquilla durante su infancia. En su segunda estancia, cuando cursaba estudios secundarios, se ganó una beca y fue a parar a un internado en la fría ciudad de Zipaquirá, cerca de Bogotá, donde mataba las lánguidas horas leyendo desaforadamente. Tras graduarse, comenzó estudios de Derecho en la pública Universidad Nacional de Bogotá, pero, al poco tiempo, el país se vio envuelto en una de sus peores etapas de violencia a raíz del asesinato de un caudillo liberal que aspiraba a la presidencia de la república, y García Márquez se marchó a Cartagena, donde comenzó a escribir artículos en un diario local.

En esas andaba Gabito, cuando se enteró de que en Barranquilla había un grupo de jóvenes apasionados por el periodismo y la literatura, que no se tomaban nada en serio, salvo la rumba y la amistad, y que desde esa ciudad costera estaban inyectando un aire de modernidad literaria al país. García Márquez se sorprendió al saber que esos jóvenes ya sabían de su existencia como narrador, pues habían leído, con admiración, los cuentos que le había publicado el diario bogotano El Espectador.

El hecho es que, con 22 años, García Márquez se mudó a Barranquilla y, gracias a los buenos oficios de sus nuevos amigos, encontró trabajo en el diario EL HERALDO, donde empezó a escribir artículos y, esporádicamente, editoriales. Al comienzo vivió de alquiler una habitación en un edificio de cuatro plantas donde funcionaba un burdel y al que sus amigos apodaban ‹El Rescacielos›. Con posterioridad, consiguió mudarse a una habitación mucho más confortable en una casona del tradicional barrio Prado.

Álvaro Cepeda, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor introdujeron a Gabo en un mundo que lo sacudió intelectual y emocionalmente. Ávidos lectores, le descubrieron al nuevo integrante del grupo una pléyade de autores anglosajones mucho más actuales de los que él había leído en su encierro en Zipaquirá: Faulkner, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, Hemingway... Pero la que más lo impactó fue Virginia Woolf, y muy en especial su novela Mrs. Dalloway. Años más tarde, en una entrevista, García Márquez recordó el siguiente párrafo de esta obra: «...cuando Londres no fuera más que un camino cubierto de hierbas y cuando los que ahora transitan por sus calles, este miércoles de mañana, fuesen huesos con unos pocos anillos matrimoniales mezclados con el polvo y las emplomaduras de oro de innumerables dientes cariados». Y dijo: «Yo sería un autor distinto al que soy, si a los 20 años no hubiese leído esta frase (...) Transformó por completo mi sentido del tiempo. Quizá me permitió vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo, y su sentido final». Macondo es la ciudad mítica donde se desarrolla Cien años de soledad, un trasunto de la Aracataca natal del autor y –en las últimas 80 páginas de la novela– de esa Barranquilla donde se produjo su eclosión creativa. El impacto que le causó Mrs.

Dalloway lo llevó a firmar su columna en EL HERALDO con el nombre de uno de los protagonistas de la obra, Séptimus, un veterano de la Primera Guerra Mundial cuyo idealismo juvenil se transforma en una cruda desconfianza hacia sus congéneres a raíz de la guerra.

Con su vital pandilla de amigos, a la que se sumaron algunos nombres más, García Márquez no solo abrió sus ojos a nuevas posibilidades narrativas, experiencia en la que fue fundamental la figura de don Ramón Vinyes, erudito catalán y dueño de una librería en el centro de la ciudad, que siempre se preocupó por que los muchachos conciliaran el gusto por la narrativa moderna con la lectura de los clásicos griegos y latinos. También conoció Gabo una forma de vida que hasta entonces le había sido ajena: noches desenfrenadas de bohemia, borracheras, humor explosivo, parrandas con música vallenata, charlas inagotables en cafés... y muchas visitas a burdeles, donde los amigos encontraron un escenario incomparable para discutir sobre literatura y, en ocasiones, desfogar sus ímpetus juveniles.

En este ambiente frenético, García Márquez escribió su primera novela, La hojarasca. Pasado un tiempo la envió a la editorial argentina Losada y recibió de vuelta el manuscrito con una nota en la que le decían que no estaba dotado para escribir y que haría mejor en dedicarse a otra cosa. Por ese tiempo retomó una novela que había empezado a escribir a los 17 años y a la que pretendía llamar ‹La casa›, en la que ya aparecían numerosas escenas y personas que tiempo después poblarían Cien años de soledad. Pronto abandonó esta empresa, entre otras cosas porque sus amigos coincidieron con él en que aún no había logrado un estilo apropiado. García Márquez siguió, sin embargo, con la historia en la cabeza y encontró en su columna de EL HERALDO un vehículo para ir soltándola en pequeñas pinceladas.