* Por Ariel Castillo Mier
Desde su primera edición el 30 de mayo de 1967 Cien años de soledad ha sido un suceso que no cesa. La literatura latinoamericana vivía desde 1961 un periodo de auge internacional merced a las traducciones, los premios y el reconocimiento de la crítica a las obras de Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Miguel Ángel Asturias. El propio público lector latinoamericano había crecido considerablemente con el desarrollo de las ciudades capitales y los estudiosos nativos interesados de preferencia en las letras extranjeras comenzaron a aproximarse con idoneidad a la producción interna reciente.
A ese esplendor bibliográfico se le bautizó con un nombre ajeno al campo de las humanidades, el cual, pese a los reiterados rechazos terminó por imponerse: el boom. Y en ese marco se inserta Cien años de soledad como un boom dentro del boom, pues se constituyó en el caso extraordinario de una obra de alta calidad literaria que no sólo se ganó la aceptación de la crítica literaria más rigurosa, sino asimismo el fervor del público común.
Formado en el periodismo raso, heredero de la actitud antiintelectualista y vital de Hemingway, en tanto que escritor salido de la calle, de las ruidosas salas de redacción, de las tertulias nocturnas de los burdeles, más que de las aulas universitarias, los museos o las bibliotecas, García Márquez, sin apartarse de la tradición de crítica y denuncia de los problemas sociales y políticos, sin alejarse de las innovaciones y la literatura experimental de sus coetáneos, que estaban a la orden del día, logró sintonizar con un amplio público gracias a la diafanidad de su prosa casi clásica que regresaba a las fuentes primitivas del relato, el vasto acervo de la oralidad, de la anécdota y el mito.
A lo anterior habría que agregar dos factores más de gran incidencia: el conocimiento a fondo del mundo que quería recrear gracias a su experiencia periodística inicial y la adopción de la perspectiva de la cultura popular, que le confiere singularidad a su obra entre sus contemporáneos y le garantiza el respeto y el aprecio de la comunidad. No es la suya la perspectiva de la clase dominante, sino la popular, con su irreverencia carnavalesca y la exageración, una visión que, además, borra las fronteras entre lo real y lo imaginario mediante la práctica del pensamiento mágico, las supersticiones, los presagios, la telepatía y las explicaciones míticas. De igual manera la recreación minuciosa en la novela de los rituales de la vida cotidiana propició un autorreconocimiento en los lectores que al hallar en la obra la representación de sus familiares y de sus aldeas le brindaron una acogida multitudinaria.
Otro elemento fundamental que facilitó su recepción fue la presencia permanente del humor. En una literatura como la colombiana o la latinoamericana que se han caracterizado por la gravedad y el patetismo, la grandilocuencia retórica y la furia en el corazón, la aparición de una obra que veía (y comunicaba) el lado cómico de las cosas, que sabía provocar la risa de la inteligencia y también la carcajada ante situaciones dramáticas y dolorosas no podía pasar desapercibida.
García Márquez logró rescatar con su obra ese don del narrador natural que atrapa desde el comienzo la atención del lector y lo mantiene en vilo hasta los tramos finales de la trama en una obra sabiamente articulada en la cual los diversos elementos que la estructuran –el espacio, el tiempo, los personajes, los motivos, el lenguaje– cumplen una función clara dentro de la obra.
Garantía de disfrute, de goce, Cien años de soledad posee asimismo la virtud de la significación. De allí que los estudiosos hayan visto en la novela una especie de Biblia de la América Latina en la que se condensa su historia desde la feliz fundación hasta el previsible apocalipsis abarcando en el límite de cien años la pérdida del paraíso por una historia de fracasos y violencia que va de los galeones guerreros y los asaltos piráticos de la colonia a la patria boba de las facciones políticas liberales y conservadoras que, sin diferencias de fondo entre sí, se dedican a la lucha descarada por el poder y no por la solución de los problemas, sin excluir la presencia de las potencias imperiales, representadas por la compañía bananera norteamericana, creadora de una falsa y fugitiva bonanza económica que conduce a una ruina mayor a la del momento de su arribo traumático.
Tras la aparente sencillez de Cien años de soledad se oculta o se disimula un arduo trabajo de preparación técnica a partir del examen de los modelos del relato oriental de Las mil y una noches y occidental de Rabelais hasta Elena Garro. Sin desconectarse de la tradición poética hispánica del Siglo de Oro, las novelas de caballería y la picaresca, rasgo que lo singulariza entre sus colegas latinoamericanos, García Márquez supo apropiarse de las técnicas de la novela moderna de Joyce, Kafka, Woolf, Faulkner y Camus, entre otros, y de los hábitos narrativos de los maestros de dentro de Latinoamérica, Borges, Carpentier y Rulfo, y adaptarlos a la realidad del Caribe e Hispanoamérica.
Con todos los méritos mencionados, la novela vino a llenar un vacío para los lectores deseosos de encontrar en la literatura, como decía Borges, «ese espejo/ que nos revela nuestra propia cara». Y pese a los notables cambios que se han dado en el mundo entre 1967 y 2017, la obra mantiene su vigencia porque el autor en lugar de distraerse con las apariencias de su tiempo, caló hondo en la esencia de la solitaria e insolidaria condición humana.