* Por Paul Brito
No es gratis que Cien años de soledad luzca un número cerrado en su título. Al contrario del número abierto de Las mil y una noches que invoca el infinito, el de García Márquez siembra desde un comienzo un límite. Y esto sencillamente porque el libro busca totalizar la realidad y por lo tanto abarcar tanto el comienzo como el final de su espacio. Con mucha razón algún crítico se refirió a la novela como un relato compacto. Y todos han advertido siempre los números exactos en que están metidas sus hipérboles, como una forma de amansar el infinito, de domesticarlo, de someterlo.
No son los únicos compartimientos cuantitativos que maneja la novela para comprimir el universo. El incesto que predomina en sus páginas es también una forma de mantener a la estirpe volcada hacia su propio tronco, de contener el desafuero multiplicativo de la especie, hasta el punto en que termine mordiéndose la cola, esa cola de puerco que la amenaza desde un comienzo. Se necesita precisamente de esa amenaza para que no se desborde la fertilidad de la sangre y de los genes, para frenar la vocación de infinito de sus células. La soledad a la que alude el título también es un muro de contención. La novela trata de un pueblo, de una familia, pero a la larga, familia y pueblo están condenados a la misma soledad indivisa del individuo, están englobadas por ella. Y lo único que podría redimirlos es el amor, pero este les está negado de antemano como una incapacidad o como una maldición.
Úrsula Iguarán es el único personaje que atraviesa casi toda la novela. Su figura doméstica es necesaria para mantener el pulso hacia dentro de la casa, para fijar los límites del espacio y del núcleo familiar. Es el personaje que barre hacia dentro, mientras los hombres lo hacen hacia afuera, hacia el mundo externo. De ahí que el crítico Ángel Rama hablara de dos fuerzas en la novela que se contrarrestan: una centrífuga y otra centrípeta. La centrífuga siempre requiere ser más fuerte para que no se desborde el material narrativo.
Toda obra de arte contiene un epicentro, pero también una apuesta hacia fuera, hacia sus satélites; es una ecuación basada en un número cerrado de variables. Se escogen unas y se dejan por fuera otras, como en una especie de prueba de laboratorio. Una obra literaria siempre demarca un territorio, un campo de estudio, pues no puede abarcarlo todo, por más ambiciosa que sea. Al igual que la ciencia, el arte también trabaja con muestras y pequeñas constelaciones. Con toda su avidez narrativa, Cien años de soledad también está delimitada. La obra ejemplifica el sistema cerrado de la vida y su número limitado de años, donde debe condensarse el mundo. La novela es un experimento parecido al de la existencia. Está acotada en un intervalo, en un parámetro, desde el cual se experimenta el universo bajo un punto de vista, bajo una sensibilidad. La novela gira en torno a esa cosmovisión, a ese ombligo donde se arremolina el mundo, y alrededor de la ranura por donde se vuelve a escurrir.
Los pergaminos de Melquiades exprimen ese mundo circular. En ellos está inscrita la secuencia original de la historia y en sus márgenes está circunscrita la continuidad del universo. Los vagones del tren se necesitan para poder contener las pilas interminables de muertos por las masacres de las bananeras. Pero también se requieren otro tipo de vagones y compartimientos. Cuando los habitantes de Macondo pierden la memoria, por ejemplo, el infinito se apodera de la historia y amenaza con desbordarla. No hay entonces dónde meter el universo, dónde clasificar su infinidad, su multiplicidad. La enfermedad del insomnio que antes sufre el pueblo también es una amenaza para la finitud de la novela. Si no dormimos, no podemos acotar el torrente de los días, cerrarlos, dosificarlos.
Las fantasías en la novela siempre están acompañadas de un elemento concreto que las contiene: las sábanas de Remedios la bella al ascender al cielo; el chocolate caliente con que levita el padre, la alfombra sobre la que vuelan los gitanos, etc. La intuición y la irracionalidad siempre van acompañadas de un lazo lógico que las soporta y las controla. Otra vez la fuerza centrífuga oponiéndose a la centrípeta para mantener el equilibrio. La obra rompe con la racionalidad de la novela realista, potencia la plasticidad de la experiencia, el asombro frente a la realidad; juega con sus intersticios infinitos, con sus agujeros, pero como el borracho que se abandona al sueño con un pie aterrizado en el suelo.
Los alardes épicos de la historia también tienen esos polos a tierra. El coronel Aureliano Buendía suscitó 32 levantamientos, pero los perdió todos; tuvo 17 hijos de 17 mujeres distintas y todos murieron asesinados la misma noche; siempre aparece ese nudo que detiene la multiplicación. Las nostalgias de sus personajes suelen toparse con una mueca de cinismo, de desconfianza, por parte del narrador que no deja que los personajes pierdan la vista en lontananza. Los arranques líricos y sus efervescencias románticas están regulados también por un aislamiento o distanciamiento irónico. Las tragedias se neutralizan con la risa, con la comicidad y el absurdo de las situaciones: a pesar de toda la dignidad que Úrsula había lucido a lo largo de su vida, acaba sus días como una muñeca saboteada por la inocencia de sus nietos; Fernanda se lamenta más por las sábanas que por la desaparición de Remedios la bella, y así.
Antes de morir, José Arcadio se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual y así hasta el infinito. Pero una noche se quedó en un cuarto intermedio creyendo que era el cuarto real. Ese mismo procedimiento es el que desarrolla la novela, al extenderse por galerías de espejos paralelos, pero siempre volviendo al primer reflejo de la realidad, a su primera intuición, a ese primer fogonazo frente al pelotón de fusilamiento, de manera que no se pierda el hilo de la historia, su detonación inicial. Por eso Macondo es llamado al final la ciudad de los espejos o de los espejismos. El narrador no se cansa de rotar el brillo de su inspiración de una superficie a otra, de una dimensión a otra, de una anécdota a otra, de un personaje a otro, de un nombre a otro. Y por eso la novela solo termina cuando el último de los Buendía queda encerrado en un cuarto y ya nunca puede salir, mirando su propia cara en el espejo de los pergaminos. La novela acaba justamente cuando el narrador no puede seguir conteniendo el infinito, cuando no puede aplacar la explosión en cadena del primer fogonazo, y cuando ese último Buendía ya no puede salir del primer cuarto, el de Melquíades, deslumbrado por su propia revelación infinita.
Cien años de soledad se iba a llamar ‹La casa›, pero también se podría haber llamado ‹El cuarto›, ‹El cuerpo› o cualquier otro recipiente. La novela trata sobre ese encerramiento esencial del ser humano y su necesidad de acotación para no dispersarse y desintegrarse en la muerte. Jean-Paul Sartre decía que estamos condenados a la libertad. Y lo estamos a pesar de estar encerrados, o por esa misma tautología reverberante que nos abisma en el espejo de nosotros mismos y de nuestra autonomía. Esto encaja perfectamente con los personajes de esta novela. El autor es el encargado de nivelar esa libertad infinita con las reglas de su imaginación. De lo que se trata no es de poner a volar la imaginación, sino de ponerle cauces, límites.
«Se sintió disperso, repetido, y más solitario que nunca», dice el narrador sobre el coronel Aureliano Buendía. Hay constantemente esa tensión entre la repetición y la unidad, entre la rutina y la soledad: «Cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y casi repetía las mismas palabras a la misma hora». La repetición de los pescaditos de oro y la refundición en otros serían para el coronel Aureliano Buendía un modo artificial de marcar el tiempo, de contenerlo, de concretarlo, de darle forma y canalizarlo. La única manera de enfrentar el infinito repetido de la realidad, sus reflejos dispersos y exponenciales, es administrarlo con una repetición limitada, o sea, con una especie de engranaje que aterrice la indefinición de las cosas, que la vuelva otro piñón, que sea su raíz cuadrada.
La búsqueda de las cosas perdidas está entorpecida por los hábitos rutinarios, dice el narrador, y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas. El novelista es quien conoce el itinerario de su propia fórmula narrativa y sabe buscar en su propia red de referencias la punta del hilo perdida que le servirá para renovar el horizonte nuevo de su narración, su variación inédita, sin caer en un error de cálculo, en un círculo vicioso, el que los matemáticos expresan con el signo del infinito. Es casi un trabajo probabilístico, una forma de jugar con las combinaciones de los materiales propios, sin salirse de la esfera de ellos, de su escala inicial.
Cuando se desborda la prosperidad y fertilidad del pueblo, cuando trasciende sus parámetros naturales, en especial cuando se multiplican extraordinariamente los chivos, las vacas y la plata de Aureliano Segundo, Úrsula llega a decir, blandiendo esa fuerza centrífuga con que viene domesticando el infinito y la riqueza desbordante de la novela: «Dios mío, haznos tan pobres como éramos cuando fundamos este pueblo». De una forma equivalente, como si fuera otra narradora que desgrana en una escala manejable la historia, Amaranta comienza a tejer su propia mortaja para poder morirse al anochecer del día en que la termine. El narrador de la novela también sabe que cuando termine de desgranar la última casilla indivisible de la soledad, su último grano impenetrable, habrá acabado la cuenta de la historia. Y solo quedará por agregar aquel apéndice postergado desde el comienzo, ese minúsculo límite definitivo: la cola de cerdo que anuncia el Apocalipsis.