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* Por Álvaro Miranda

Fue algo extraño, como si sorpresas y desconciertos relampaguearan en los ojos y en la mente de los que, línea a línea, leímos el domingo primero de mayo de 1966, el primer capítulo que como anticipo publicaba El Espectador, Magazín Dominical, de Cien años de soledad. El periódico lo tituló en letras de molde como Exclusiva y debajo de esas letras mayúsculas, a toda página del tabloide, ese rostro de árabe del Caribe,
con nariz aguileña y mostachos gruesos.

Recuerdo que mi padre, para aquel año, al salir de la oficina, asistía de vez en cuando al café El Automático, de la Avenida Jiménez con carrera Quinta de Bogotá, para hablar con algunos amigos que lo acercaron a la mesa de León de Greiff.

–Ahí –me decía– todos hablan de lo que se ha publicado de don Gabo, como se refería a él Eduardo Zalamea. Unos lo defienden por su novedad en el lenguaje e imaginación y otros lo atacan por lo que dicen que todo es plebedad. Están alborotados porque muchos no entienden lo que ha escrito, los ha superado.

Un año después, aquellas primeras discusiones sobre Cien años de soledad que surgieron en el café de intelectuales, políticos, tomadores de tintos, aguardientes y selladores del formulario hípico de apuestas del 5 y 6 crecieron como bola de nieve. Cuando llegaron los primeros ejemplares del libro de la Editorial Suramericana de Buenos Aires ya no había nada más que hacer: solo quedaba para todos leer y descifrar lo extraño.

Para ese entonces, Ricardo Alarcón, un joven abogado samario, de mi misma edad, 22 años, había publicado en el Magazín Dominical un texto muy elogioso sobre la novela. «Si te gustó mi artículo sobre Gabo –me dijo– te propongo que escribas otro y armemos una polémica». Lo hice, y días después apareció mi nota en el periódico de don Guillermo Cano. El asunto quedó en neutro, mis tesis peregrinas solo gustaron a algunos de los más recontra puristas que veían como peligroso aquella escritura que se separaba de todos los cánones del dominio cachaco.

Estábamos asistiendo al nacimiento de una obra literaria que refulgía como una supernova. García Márquez se había situado, de golpe, en la misma estantería de los clásicos. Produjo la misma conmoción que en su tiempo puso a temblar a la tradición cuando en el siglo XVI el monje inglés William Tindale, sin tener en cuenta las prohibiciones de Roma, llevó por primera vez al inglés, un idioma del común, la biblia que San Jerónimo había traducido siglos atrás al latín, lengua de cultos y privilegiados canónigos.

Escribir es traducir de la memoria. García Márquez es el gran traductor de nuestra memoria. Todas sus palabras impregnaron de luz, para la universalidad de su ser, paredes, parques, paraguas, charreteras, lomas y ríos de nuestra aldea. Con inteligencia e imaginación supo escarbar en la superficie de la vida, poner en evidencia todas aquellas voces que nadie escuchaba con claridad, a pesar de que todo lo que la gente decía desde sus casas, calles o patios nos daba felicidad y desgracia como colombianos. Haber captado todas esas filtraciones de la historia es lo que nos ha dado claridad sobre lo que hemos sido y aún somos.