Reconocida mundialmente como metáfora de la historia colombiana y latinoamericana –vista y contada desde su periferia, el Caribe—, la trayectoria de Macondo es también una síntesis de las etapas evolutivas de la especie humana, condenada a la reiteración de sus errores bajo el signo fatal de ‹la soledad›. En su discurso de recepción del Premio Nobel, García Márquez subraya el simbolismo sociopolítico y económico de esa soledad, remitiéndola a la codicia desmesurada de los conquistadores, sostenida por sus descendientes pese a las mutaciones políticas de nuestras naciones en las jerarquías sociales persistentes en el Macondo del siglo XX, y el del XXI, según atestiguan los encarnizados conflictos internos tanto en las dictaduras como en las supuestas democracias, hermanadas por el cáncer de la desigualdad y por la complicidad de sus clases dominantes con renovadas formas de imperialismo. La ‹soledad›, cuya consecuencia más patente es nuestro historial inconmensurable de violencia, es, pues, metáfora del poder bajo relaciones de explotación: tanto de la indolencia de poderes globales que han reducido a las colonias y sus gentes a recursos consumibles, como de la alienación de caribeños y latinoamericanos bajo lazos económicos e ideológicos que nos hacen cómplices de nuestra propia subordinación. Cien años de soledad es, sugiere además Gabo en ‹La soledad de América Latina›, un intento de conjurar la soledad resultante del afán de dominación y de la incomprensión mutua que, pese a sus íntimos encuentros, han marcado las relaciones entre el mundo «desarrollado» y el mundo «en desarrollo». Las fuerzas que reactivan el ciclo de violencia en cada etapa de Macondo no pueden explicarse sin su resorte íntimo. Una mirada a la violencia de género y sexual, desde el núcleo familiar de los Buendía, revela que la violencia no es el efecto fortuito de fuerzas externas, sino la condición de posibilidad del poder, en lo privado y lo público. El detonante interno de esa violencia antecede la fundación de la aldea, producto del éxodo precipitado por las acciones de José Arcadio Buendía quien, atacado por un chiste que pone en duda su potencia sexual, asesina a su rival y toma por la fuerza a su esposa Úrsula. La violencia de género, reiterada generación tras generación en el control ejercido por sus descendientes a través del sexo y el ‹amor› sobre las mujeres de Macondo, aparece desde este episodio ligada a la afirmación tanto de los resortes psicológicos de la identidad masculina como de los privilegios sociales asociados con la masculinidad patriarcal, cuyo característico afán de dominio es el vector común en las oleadas que precipitan el ascenso y la destrucción de Macondo. Así lo comprueba el «encarnizado y ceremonioso forcejeo» (pág. 164) que permite al penúltimo de los Buendía consumar el incesto con su tía, Amaranta Úrsula, y aseverar, además de su dominación sexual, su dominio intelectual, al completar la tarea fundamental de los hombres de su estirpe: el desciframiento de los manuscritos. Junto a la soledad, el afán de imponerse (la «soberbia», dirá Úrsula) es la insignia de los hombres de la estirpe, además del móvil interno de los conflictos bélicos, la corrupción, las ejecuciones, el despotismo y las depravaciones en las que incurren los Buendía. En virtud del deseo de poder, los protagonistas de Cien años se convierten, a nivel íntimo, en agresores de sus parejas y, a nivel público, en actores en la degeneración de su entorno social. Como sugiere Úrsula durante las reflexiones de su vejez, el estigma de la soledad es resultado de una incapacidad para amar. La soledad puede leerse a nivel íntimo, entonces, como metáfora del narcisismo de los Buendía, resultado no de un sino inescrutable sino de un sistema de creencias que, a juzgar por nuestra banda sonora cotidiana, sigue vigente en el Macondo del siglo XXI. Los Buendía están condenados a la soledad, porque no saben amar sin mandar, porque su deseo de subyugar reduce sus relaciones íntimas a relaciones de dominación. De allí que para los y las macondianas el sexo y el ‹amor› solo sean posibles cuando tienen la certeza de haber conquistado, papel reservado para los hombres, o cuando se ‹rinden› ante el amor o aceptan subordinarse, posición asociada con las mujeres. En el núcleo de esta definición del amor está una clasificación jerárquica de las identidades de género que reduce lo femenino a objeto pasivo, no solo sexual, sino de control, y encumbra a los hombres como sujetos activos, en lo íntimo y en lo social. De acuerdo con la economía sexual que se sustenta en esta clasificación, las mujeres carecen de humanidad propia, si bien son indispensables como espejo para la autovalidación y medio para la legitimación pública de la masculinidad de los hombres a quienes se vinculan sexual y afectivamente. En esta economía sexual se explica además la trampa contra su autonomía que la sexualidad y el amor suponen para las mujeres de Macondo, origen de la soledad de las Buendía. El paisaje de Macondo es delineado por una paleta de personajes femeninos vibrantes e imbatibles, con ‹poderes› que van desde las habilidades para abastecer los desaforados apetitos de maridos, hijos y amantes, hasta expresiones maravillosas de fertilidad o clarividencia. Sin embargo, en una fiel reproducción de los imaginarios culturales caribeños y latinoamericanos, en el universo macondiano las mujeres existen y son valoradas en función de su rol en la vida de ‹sus› hombres y la voz narrativa parece no poder concebir la autonomía de los personajes femeninos más allá de esos roles. Otro rasgo común entre la ficción garciamarquiana y los parámetros en torno a los géneros y la sexualidad en la Colombia y la Latinoamérica real es la clasificación de las mujeres respecto a la disponibilidad de su sexualidad, que constituye en Macondo un recurso al servicio de las necesidades físicas y psíquicas de los hombres, en el mejor de los casos intercambiable para satisfacer necesidades afectivas o de reconocimiento social, en el caso de las mujeres ‹decentes›, o predominantemente económicas, en el de las de ocasión. El universo macondino reitera además aspectos particulares de la historia del género y la sexualidad en el Caribe como la prevalencia de sociedades ‹matrifocales› (con frecuencia confundidas con ‹matriarcados›) donde reina el sexismo pese a la ubicuidad de las madres cabeza de hogar o la creciente educación formal e independencia económica de las mujeres. El coraje atribuido a las míticas ‹matriarcas› caribeñas dificulta ver que tanto su sexualidad –primariamente reproductiva— como su ‹poder› se limitan a la transmisión del orden patriarcal. En el otro extremo del espectro femenino, el mito de la alegre y disponible sensualidad de caribeños y caribeñas se ve amplificado y ratificado en la obra garciamarquiana por el desenfado de las amantes y las prostitutas, cuya aparente celebración tampoco escapa a la economía sexual patriarcal. De hecho, la sexualidad de uso y consumo de esas mujeres completa y, al permitir el sosiego de los deseos masculinos, hace posible, el continuum que mantiene a las vírgenes a la espera, haciéndolas aptas para el matrimonio, y que reduce a las madres a cuerpos sin erotismo. El doble estándar sobre la sexualidad, cuyo ejercicio ‹público› o fuera del ámbito del matrimonio denigra a las mujeres mientras reafirma la virilidad de los hombres, al igual que las expectativas contradictorias que el deseo y el ‹amor› posan sobre hombres y mujeres, son igualmente evidentes en el paisaje sentimental de Macondo. El discurso amoroso es la lógica que gobierna, por un lado, la aceptación del dominio masculino y la renuncia a su autonomía por parte de los personajes femeninos y, por el otro, la justificación de los privilegios que los protagonistas masculinos ejercen, a menudo con violencia, sobre ‹sus› mujeres. Ejemplos paradigmáticos de la relegación de los cuerpos y la existencia de las mujeres al servicio de los personajes masculinos son, en Cien años de soledad, Úrsula y Pilar Ternera. Mientras Úrsula es María, arquetipo de una sexualidad reproductiva y no erótica legitimada por el matrimonio, Pilar es Eva, arquetipo de la sexualidad ‹pecaminosa› que la ubica como cuerpo disponible. Pese al desparpajo atribuido a esta última, el origen de dicha sexualidad es también una violación, a los catorce años, a manos de un hombre ‹ajeno›. A las distinciones entre buenas y malas mujeres, se aúnan las de clase y raza para crear una jerarquía que coloca a Úrsula y a Fernanda como las ‹matriarcas›, mientras desdibuja el papel fundamental en el sostenimiento del hogar, en la extensión de la estirpe y en la prosperidad económica del pueblo no solo de Pilar, madre, abuela y tatarabuela de los Buendía, sino de Visitación, la mujer indígena; de la incondicional Santa Sofía de la Piedad, cuya virginidad es comprada por Pilar para su hijo Arcadio, y de Petra Cotes, la emblemática ‹querida› mulata, cuyo erotismo cimenta la riqueza de Aureliano Segundo. El extraordinario prisma cultural de Cien años de soledad nos brinda, sin embargo, las claves para entender la condición injusta y absurda de la clasificación patriarcal de las mujeres. Las jóvenes Buendía expresan un deseo de autonomía que excede las fantasías masculinas que las restringen a la pasividad y al goce masoquista que el narrador mismo atribuye a las mujeres en los encuentros sexuales de sus congéneres. Las Buendía recurren incluso al desfogue ‹ilegítimo› de su deseo: Amaranta, en los juegos sensuales con sus sobrinos; Rebeca, en su desafuero con su hermano de crianza; Meme, en su amorío con Mauricio Babilonia, y Amaranta Úrsula, cuyo goce con su esposo atiza el deseo del penúltimo Aureliano, con quien acabará concibiendo el temido niño con cola. Iluminado por la soterrada rebeldía de las mujeres de su estirpe, incluso el ascenso de la inescrutable Remedios, la Bella, podría interpretarse, ya no como el clímax de su pureza, sino como su escape de un mundo que no podía aceptarla libre. Remedios es emblemática tanto de las proyecciones del deseo sexual masculino –que ella no entiende— sobre los cuerpos femeninos, como de los dilemas enfrentados por aquellas que se resisten a ‹vestirse› con los roles prefabricados para las mujeres por una sociedad patriarcal. Notoriamente, sin embargo, las Buendía son castigadas con el aislamiento social y la amargura, el enclaustramiento y el olvido, además de la muerte trágica. Incluso la ‹mágica› desaparición de Remedios puede considerarse, en este marco, evidencia de la carencia de lugar en Macondo para una mujer que no acepte someterse a los hombres, ni siquiera en nombre del amor. Detrás de la aparente magia que amalgama eventos históricos, legendarios y fantásticos en ese gran tapiz de las realidades latinoamericanas que es Cien años de soledad se destaca con constancia el paralelo entre la violencia íntima y la violencia social. Como Macondo, la colombiana es una cultura de la violencia, donde hemos aprendido a golpes a defender el derecho de los que se imponen por la fuerza y a culpabilizar a las víctimas por ‹dar papaya›. La gravedad de esa cultura de la violencia puede asociarse tanto a la defensa pública del agresor como a la privada devoción que continúan inspirando los hombres que se ‹hacen respetar›. Los macondianos y sus descendientes no hemos superado el ciclo de violencia no solo por las fuerzas que históricamente se han disputado el poder político y económico sobre nuestras tierras y nuestros cuerpos, sino por nuestras íntimas aquiescencias con esas fuerzas. A pesar de los avances legales en torno al tratamiento de la violencia de género y sexual, la impunidad y los discursos sexistas que circulan en los medios, la cultura popular y las redes sociales alimentan la percepción de la agresión física y sexual como justificables, peor aún, como actos de ‹amor›. Paradójicamente la celebración del privilegio masculino de dominar hace a hombres y mujeres cómplices de las relaciones que los subordinan a nivel social y político, convirtiéndoles en víctimas y victimarios en el drama de su soledad. A modo de conclusión, valga remarcar que aunque Gabo no defendió a las macondianas de la subyugación, tampoco salvó a sus hombres ni a Macondo de la destrucción. Prefirió cerrar el ciclo de violencia, quizás invitando con el fin de la aldea –su brillante metáfora de la historia de América Latina– a una nueva era. El gran homenaje que le debemos al maestro, a medio siglo de ese clásico que nos puso en el mapa del mundo, es aprender de sus advertencias, salir del ciclo y construir, empezando en la intimidad de nuestros hogares, una Colombia y una Latinoamérica libres de las taras de Macondo. Nadia Celis: doctora en Literatura en la Universidad de Rutgers, New Jersey, y es actualmente Profesora Asociada en el Departamento de Lenguas Romances y el Programa de Estudios Latinoamericanos de Bowdoin College, en los Estados Unidos.