Un salón oscuro, con luces tenues amarillas, verdes y rojas que iluminan las sombras de pequeños seres con formas diversas, es la caja mágica que se abre al ritmo de las voces y los movimientos de hombres y mujeres que manejan los hilos de las historias de estos personajes y les dan vida a sus ‘esqueletos’ de trapo como si fueran extensiones de su cuerpo.
Los títeres no tienen alma, pero la toman prestada cada vez que un brazo se vuelve su columna vertebral, y una mano gesticula por ellos. Hablan, piensan y hasta llegan a tener sentimientos. La conexión es tal, que se podría comparar a la de una madre en gestación con su hijo a través del cordón umbilical. En un instante, el cerebro del ‘dios’ que los anima y los objetos que reciben el soplo de vida, es uno solo.
El origen de los títeres se remonta al año 2.000 a.C., cuando los primeros hombres vieron el movimiento de sus sombras en las cuevas y su vida cambió para siempre. 'Surgió la necesidad de hacer figuras y el primer material fue la piel de los animales que cazaban. Fue la primera manifestación de títeres que existió, se crearon para el teatro de sombras', de acuerdo con la página especializada Titerenet.
La fascinación de dar vida a objetos inanimados, la misma que sintieron los hombres de las cavernas, fue lo que cautivó a Daniel Di Mauro, uno de los invitados al Festival Titerequilla 2017, quien entró en este mundo por su padre y su tío. 'Desde que tenía seis años hacía títeres con mi primo en el patio de mi casa, y los amigos nos pagaban con carritos, soldados, chupetines, dinero o lo que fuera. Las ganancias no eran muchas, pero era satisfactorio porque sabíamos que la gente venía a pasar un rato agradable', comenta el nacido en Córdoba, Argentina, hace 64 años.