Por Luis Fernando Gerlein
A fines de 1959, los ministros protestantes de la región se reunieron para discutir la invitación. Fijaron fechas, escogieron ciudades, y se comprometieron para hacer realidad la cruzada de Billy Graham por el Caribe y América del Sur. Sin embargo, a última hora, después de reunirse con miembros de la Iglesia protestante, el alcalde de Barranquilla suspendió el permiso que autorizaba al predicador cristiano a dictar dos conferencias en el Estadio Tomás Arrieta, propiedad del municipio. Para Graham era apremiante un renacimiento espiritual que restaurara la moral de Occidente. Decía que el mundo estaba dividido en dos campos. En uno, el materialismo dialéctico 'que le ha declarado la guerra no sólo a Dios, Cristo y La Biblia, sino a toda la religión'. Y en el otro, se refería a Occidente, aturdido por el temor de la amenaza marxista soviética.
Cancelar las conferencias era un disparate. El comité organizador discutió la falta de méritos de la suspensión, y el desconcierto que ocasionó, pues los malos tiempos de intolerancia y guerra religiosa habían quedado atrás en el remoto pasado europeo. En Barranquilla no había inquina contra los protestantes. Prevalecía una actitud de perdón y olvido, 445 años después de que la monolítica unidad de fe en Occidente había saltado por los aires, como resultado de las 95 tesis de Martín Lutero. Pero el alcalde, Ricardo González Ripoll, quien tenía la gracia y cordialidad de un barranquillero puro, no tuvo otra opción que aceptar la presión de la Iglesia.
En esta ocasión, el obispo Germán Villa Gaviria de modo imperativo tomó la iniciativa. En su mentalidad no se encontraban indicios de la moderna libertad religiosa, de tolerancia a los no católicos en general, ni a los protestantes en particular. El punto era suspender las conferencias, aunque el ataque de fondo iba contra Graham por ser pastor evangélico. La opinión pública sintió que se le veía como una amenaza, por la capacidad de comunicación de este hombre alto y delgado, de cabellera rubia y ojos azules, con una concepción bíblica de la religión. A partir de ese momento, Villa Gaviria no sólo estaba dispuesto a mantener la vigencia del Concordato de 1887, sino a ser el infatigable defensor de la Iglesia. El obispo se había constituido en el otro depositario de la autoridad civil.
Mientras, una fuerza renovadora se preguntaba qué sucedía en Roma y en la Conferencia Episcopal Colombiana. Ni allá ni acá se hablaba de visiones reformadoras, porque era una iglesia anti-moderna, anti-protestante y anti-judía. Algunos criticaban el catolicismo que se vivía, su poder político, económico y social, que ejercía una dramática injerencia en la índole del Estado colombiano. Lo identificaban con el éxito económico y cultural, el dinero y el poder. Todo remitía al pasado: la prohibición suplantaba la discusión y el poder eclesial al espíritu cristiano. Pretendían mantener el statu quo medieval en la teología y en la liturgia, en la disciplina y en la vida eclesiástica. Ese fue el catolicismo que nos llegó de España, el cual ha condicionado nuestra identidad y desarrollo histórico.