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Con un golpe abierto y otro silencioso, Andrés Beltrán marca con el llamador el compás que abre la faena musical compuesta por una mezcla de cueros de chivo, semillas y el silbido que brota de un pito atravesado.

El alegre, que Jair Beltrán acomoda entre sus piernas, hace honor a su nombre y –con un jugueteo de manos que combina golpes tapados, abiertos y de fondeo– acata las órdenes del tambor guía e impregna el toque alborozado que provoca en el bailador un movimiento casi que automático.

No transcurren muchos segundos cuando Elkin Pacheco y Fernando Beltrán comienzan a hacer rebotar las semillas contra las paredes de las maracas y del guache, y así empieza ‘su majestad’ a tomar el brillo que la caracteriza en el folclor del Caribe colombiano.

Con su imponencia, y alardeando por ser la única de la familia que cuenta dos cueros que le dan la potencia que necesita para resaltar, la tambora, de las manos de Winston Beltrán, entra con un repique, seguido de un paloteo.

Entre el ‘bum-bum’ de los golpes coordinados y el bamboleo de las semillas, se filtra la melodía que sale de los 30 centímetros de caña de carrizo. La flauta de Ramiro Beltrán Jr termina de tejer los componentes que hacen germinar un ritmo de raíces afroindígenas: la cumbia.

Fue así como estos hijos y nietos del maestro Pedro Ramayá Beltrán, quienes integran la Cumbia Moderna Soledad, explicaron ante las cámaras de EL HERALDO cómo mantienen vivo el legado que para ellos data de la década de los 70.