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Un domingo cualquiera, caluroso como muchos días de agosto, sentí por primera vez el dolor que cambiaría mi vida. En ese entonces solo era una pequeña molestia, unas leves punzadas que recorrían mis piernas de las rodillas a los tobillos, algo aparentemente insignificante que decidí ignorar. Supuse que con el pasar de las horas iría desapareciendo como suelen hacerlo los molestos dolores de cabeza. Lo guardé en secreto, silenciosa, esperando el dichoso momento en que el dolor saliera de mi cuerpo pero no pasó, por el contrario, empeoró, en cuestión de horas ya no solo eran mis piernas, ahora mis brazos se sentían pesados y adoloridos, fue entonces cuando decidí contarle a mi mamá. 'Me duelen los huesos', le dije.

Mi madre Ludis Natera, una mujer entregada a su familia, me tomó la temperatura y me dijo: 'eso es que se te pegó la virosis'.

Decidimos tratar el supuesto resfriado con acetaminofén y esperar a que la medicina hiciera efecto.

Pasaron tres días, el semestre de la universidad estaba llegando a la época de los primeros parciales, así que asistí religiosamente a mis clases sin decirle a nadie que por dentro sentía cada parte de mi cuerpo protestar. Para ese momento, el dolor se había extendido lo suficiente como para que ni yo misma tuviera claro qué era lo que me dolía más.

Cuatro días después mi cuerpo y mi mente perdieron toda su fuerza y caí en llanto. 'Mamá, ya no puedo más, llévame al médico', le rogué. Ella se apresuró a cumplir mi petición, fuimos a paso lento, pues cada paso me significaba un esfuerzo inconmensurable. Llegamos a la sala de urgencias de la Clínica La Merced, allí los médicos confirmaron la teoría de un posible resfriado, me inyectaron para el dolor y me mandaron a casa.

Volví a urgencias dos veces más, el 'resfriado' no evolucionaba ni desaparecía, mi cuerpo se sentía como una carga que no podía controlar, cada movimiento, por mínimo que fuera, significaba un dolor inexplicable. Dejé de asistir a la universidad, no podía ni levantarme de la cama y empecé a asustarme.

Mi madre sufrió más que yo, lo veía en su rostro aunque sus labios no lo expresaran, ver a su única hija acostada en una cama sin poder moverse significó para ella un dolor muy fuerte, del alma como dicen los románticos, más fuerte del que yo sentía en mi cuerpo.

Habían pasado 15 días desde aquel domingo y yo a mis 19 años me desconocía a mí misma. En este punto ya me consideraba más una carga que una persona, estaba relegada a mi cama, debía ser vestida y alimentada por otras personas, transportarme de mi cuarto al baño requería que fuera cargada por alguien más. Mi cuerpo se negaba a responder, el dolor estaba en un punto insoportable, mis manos temblaban, no lograba agarrar nada con ellas y me era imposible dormir.

El insomnio fue uno de mis peores enemigos, siempre estaba cansada, mi cuerpo, casi inmóvil, me resultaba fastidioso, pero mi mente no lograba conciliar el sueño. Los médicos, que ya habían descartado el resfriado, no lograban encontrar una respuesta a mi situación y la preocupación se convirtió en una constante. Mi mente se llenó de interrogantes que no podía responder y empecé a desarrollar síntomas de estrés, ansiedad y depresión.

En medio de la incertidumbre y el malestar que no hacía más que empeorar, se me empezó a caer el cabello y mi memoria menguaba. Mi mamá fue mi superheroína, siempre estaba para ayudarme en todo, no me dejaba desfallecer con pensamientos de derrota y fue gracias a ella que pude salvar mi carrera universitaria, Comunicación Social.