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A La Guajira hay que recorrerla como quien teje una mochila wayuu tradicional. Yendo y volviendo por su tierra, entrando y saliendo de sus rancherías, cruzando sus carreteras plagadas de contrabandistas y visitando sus santuarios. De aquí para allá y vuelta atrás. Hasta que todo quede tejido en la memoria. El punto de partida es el Hotel Waya, que hoy se inaugura oficialmente, un espacio sostenible de 140 habitaciones, construido bajo normas de sostenibilidad, que cuenta con piscina, salones de conferencias y habitaciones en medio de la naturaleza.

Las mujeres tejedoras

En Uribia, la anterior metáfora cobra total sentido. Porque el municipio más céntrico de La Guajira es el lugar donde confluyen los mejores tejidos y las mejores tejedoras.

Allí nacen las mantas, mochilas y hamacas que solo pueden elaborar las mujeres, conocedoras del arte desde que se convierten en majayo (señorita). Ellas entrecruzan lana de oveja con textiles traídos desde Venezuela y hacen nudos doble araña para sacar figuras y diseños de lo que conocen: flores, cactus, plantas, animales o estrellas.

El caso de Sara Gómez Pushai es el mejor de todos: 105 mujeres de distintas comunidades tejen para ella. Esta emprendedora, a cambio, viaja hasta sus rancherías, les reparte los hilos y les da los diseños. De paso, genera trabajo para las niñas que estudian dentro del Internado Wayuu de Uribia. Mientras las menores tejen pequeñas piezas, las mayores hacen mantas, mochilas de una hebra –las mejores de todas–, hamacas y vestidos.

A la hora de tejer, las mujeres se unen en torno a los telares para hacer las hamacas o se acuestan en sus chinchorros para crear una mochila a partir de un único hilo. Casi siempre lo hacen a la hora del calor intenso, cuando no se oye más que un vallenato a lo lejos.

Ana Gómez, de 73 años, teje una hamaca en Uribia.

Sara se dio cuenta de su destreza a los 16 años cuando en sus horas libres se dedicó a bordar mantas. Con los años se dedicó a tejer junto con su madre, Ana, quien a sus 73 años todavía trabaja en los telares, y montó una tienda de alta calidad, donde trabajan ocho mujeres, mientras las niñas del internado tejen los cordones de las mochilas. Allí, un chinchorro de colores púrpura cuyo trabajo manual tomó dos meses de trabajo vale un millón seiscientos mil pesos. 'En los diseños está nuestra alegría y nuestro mundo', dice Sara, vestida con una manta arcoíris que brilla bajo el sol intenso del mediodía.

El Santuario de Flora y Fauna

Con la manta hinchada por el viento despide la mujer de Róbinson Pushaina al pescador cuando se dispone a bogar por la laguna del Santuario de Flora y Fauna Los Flamencos, empujándose con un palo o gunuu (en lengua wayuu). Otra mujer surge en la mente del boga: su abuela Amintia, la primera en llegar desde la alta Guajira a la población de Camarones y en explorar el hoy santuario natural, un lugar en el que no había asentamientos humanos. Cuando su abuela murió en 1983, Róbinson era un ‘pelaito’ que usaba los cayucos de la familia para pescar pargos y jureles en el mar y extraer con arrastre y ‘tramayo’ los camarones que les dan el color característico a los flamencos.

Él es entonces el directo descendiente de la wayuu que exploró el Santuario. Y es, por su parte, uno de los pioneros del servicio de guianza que conforman 17 pescadores para llevar a los turistas en un recorrido de una hora en cayuco gracias al cual pueden ver de cerca a los esquivos pelícanos, a los huidizos flamencos, y a otras especies como patos yuyo, garzas morenas, garzas blancas, chorlitos y los bellísimos patos cuchara que se posan en los mangles para descansar a las horas del sol canicular.

Róbinson es descendiente de los primeros wayuu que se dedicaron a sacar perlas y langostas hasta a 15 metros de profundidad bajo el mar cuando La Guajira era el centro perlero del mundo. Pero además carga el legado de ser uno de los 500 mil wayuu que pueblan su departamento y Venezuela.

Así, mecido por el viento que baja desde la Sierra Nevada hasta las 7.000 hectáreas del Santuario, este hijo del clan Pushaina relata sus historias y las de sus antepasados mientras los imponentes flamencos sobrevuelan el cielo despejado. A la vuelta lo espera su esposa, con la manta de nuevo henchida por el viento.

Picasa

El hotel Waya Guajira, que se inaugura hoy, es el primero de alto nivel construido en la región.

La Alta Guajira

Cuando los españoles llegaron a La Guajira en la época de la Conquista, no la tuvieron fácil. La confrontación con los wayuu fue intensa desde cuando las tropas decidieron ocupar las costas ricas en perlas de Carrizal y del Cabo de la Vela para hacerse a ellas. Las tácticas de guerra de la etnia local les dificultó el paso, y los ataques diezmaron a los foráneos. Los wayuu eran inferiores en armamento, pero sabían incomodar a los conquistadores con flechas envenenadas en un paisaje que para los europeos resultaba imposible de descifrar.

En ese punto del Cabo de la Vela que ahora visitan miles de turistas nació el término 'Alijuna', que proviene de Ayi (dolor) y juna (honda), con el que todavía hacen referencia a los foráneos no nacidos en La Guajira y con el que entonces llamaban a 'Los que lanzaban hondas que les causaban dolor', en una clara referencia a las armas.

A ese lugar mítico en el que se cruzan el mar, el viento y la arena llegan hoy caravanas de turistas que visitan Manaure –donde se extrae la sal marina–, pasan por la bellísima playa de Mayapo y siguen de largo hasta la Alta Guajira para conocer el extremo del continente en la árida Punta Gallinas y visitar poblaciones casi perdidas en el mapa como Nazareth o el milagro del verde en medio del desierto en el Parque Nacional Natural Macuira.

Por avión y por carro. Desde Riohacha, en automóvil, el recorrido hasta Albania tarda tan solo una hora. En avión es necesario hacer trasbordo en Bogotá y viajar en conexión hasta Riohacha. Albania ofrece además la posibilidad de visitar la mina del Cerrejón. En un año estrenará su propio Museo Interactivo.