En enero de 2006, en una ceremonia llevada a cabo en el Centro de Instrucción de El Cenizo, en Aracataca (Magdalena), el entonces mayor Julio César Parga Rivas fue presentado como comandante de la Fuerza de Reacción Divisionaria (Fured). La unidad tenía un fin específico: presentar sí o sí bajas operacionales. No había de otra. Los soldados, embriagados de colgarse rápidamente medallas en el uniforme, de obtener felicitaciones en sus hojas de vida, de sumar beneficios culinarios, de “vivir la guerra” del Batallón La Popa, no cuestionaron las líneas del alto mando. Olieron sangre y fueron a buscarla.
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Dos meses después, en una mañana calurosa del 7 de marzo, Yajaira Cristina Nieves Oñate, de 25 años, una mujer indígena wiwa, se encontró con la muerte. Cinco integrantes del Ejército Nacional, en su afán de cumplir con la meta de 35 bajas en un año, la tirotearon cuando se aprestaba a servirles el desayuno a sus tres hijos, en un rancho del corregimiento El Tablazo (Villanueva), serranía del Perijá, La Guajira. Cuando cayó al suelo, el vientre de la mujer se movía de un lado a otro. Era su cuarto hijo, un bebé de seis meses de gestación que a los minutos también falleció.
“Medio se movió, pero yo no miré más, yo creo que eso no agonizó mucho tiempo (…) yo vi que se le movió algo así en la barriga y creo que fue el sargento Bravo el que me comentó que parecía que estuviera embarazada, pero yo así que la haya detallado bien, no… yo la verdad pasé como de largo por la impresión”, reconoció el subteniente Nixon Armando Pabón Sandoval, quien junto al sargento segundo Samir Enrique Bravo Oviedo y los soldados profesionales Andis Miguel Pacheco Lozano, Nando Padilla Quintero y Felipe Barriosnuevos Gutiérrez, sumaron a la unidad un número más a su lista de falsos positivos, que en octubre de ese año ya ascendía a 41.
Aquella mañana resultó herida la hija menor de Yajaira, una niña de dos años a la que una bala le destrozó el pie. De acuerdo con reportes del Ejército, aquel episodio obedeció a un enfrentamiento con supuestos miembros de las Farc.
“En ese momento que pasaron los hechos estábamos mis hermanas y yo sentados esperando el desayuno cuando de repente sonaron disparos de balas de aquí para allá sin ningún enfrentamiento. Solamente se calló cuando cayó mi mamá al suelo. Ya no hubo más nada, todo en silencio, sacaron a mi hermana herida, nos recogían, la llevaron, todo fue un falso positivo, sí porque como dicen mi mamá no fue guerrillera, mi mamá era una madre luchadora, trabajadora del campo, con ganas de salir adelante con sus hijos (sic)”, contó entre lágrimas Alison Alberto Nieves Oñate, uno de los hijos de la víctima.
La estela de sangre
El 10 de mayo de 2008 Nixa Marbeli Martínez Cáceres, de 15 años, se estaba haciendo un procedimiento odontológico y, posteriormente, salió a comprar unos guantes a una droguería en el humilde barrio Sicarare de Valledupar. Sin embargo, nunca llegó a su destino. Eso fue lo último que se supo de la joven.
Su madre, Miriam Clara Cáceres Bullones, tras notar la desaparición de su hija, empezó una búsqueda angustiosa que no dio frutos.
A los 19 días después llegó la trágica noticia. La joven Nixa, estudiante de décimo grado en el Colegio Upar, apareció en la morgue de Medicina Legal y Ciencias Forenses reportada como guerrillera del ELN muerta en enfrentamientos con el Ejército. Nada más lejos de la realidad.
“El asesinato de Nixa a la familia nos trajo muchos sinsabores porque Nixa era una niña de 15 años que estaba estudiando, estaba haciendo décimo grado, no la dejaron ni conocer la cédula. Era una niña alegre, amistosa, cariñosa, mejor dicho, era mi compañera, mi confidente (...) mi alegría se fue con ella. Mi hija fue asesinada prácticamente por la espalda, mi hija recibió once disparos por la espalda, si realmente hubo un combate, entonces ¿por qué mi hija no tenía disparos de frente?”, cuestionó su madre.
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Sin embargo, el horror de los supervivientes nunca paró con las balas. El impacto y su vulnerabilidad fue mucho más allá. Una mujer, a la que la fuerza pública le asesinó a su esposo, posteriormente fue retenida y llevada a la fuerza a un sitio conocido como campamentos, donde fue esclavizada sexualmente, de acuerdo con su relato, “por parte de grupos del Ejército que estaban entre el frente 59″.
“Esas personas solamente me tenían para cocinar, para lavar y desafortunadamente, para hacer su satisfacción cada vez que ellos querían. Ellos me cogían y me violaban, no solo una persona, sino que eran varias”, contó la víctima.
Sí hay perdón
Una de estas miles de víctimas es la familia Tobías Yance, oriundos de Fundación y Chivolo, departamento del Magdalena, quienes en la primera década del 2000 decidieron buscar nuevas oportunidades en Riohacha.
Fue así como Antonio Tobías, con parte de sus hijos y esposa, se desplazó hasta la zona rural de la capital de La Guajira, donde laboraban en una finca.
El 26 de mayo de 2006 su hijo Antonio María Tobías Yance, a quien le faltaba poco para cumplir 31 años, salió del corregimiento Galán (Riohacha) a encontrarse con el patrón de la finca donde habían laborado durante tres años, para que le pagara el dinero que les debía, pero luego de eso no regresó más a su casa.
Un día después, el 27 de mayo, Antonio Tobías murió en un supuesto combate con la Fuerza de Reacción Divisoria del Ejército, en la finca Santa Rosa, ubicada en el corregimiento Los Haticos, en el municipio de San Juan del Cesar, sur del departamento.
“Desde entonces empezó mi búsqueda por mi hijo. Empecé por todos los pueblos cercanos, a Maicao, y estuve en el Ejército, me encontré con los soldados por Hatonuevo y Distracción, los vi en la carretera y me les acerqué, les mostré una foto y les pregunté si lo habían visto y me dijeron que no. Luego de varios meses desistí de la búsqueda, no salía por la radio ni por periódico ni por ningún lado, me dije a mí mismo: sería que se fue para otro lado”, contó con tristeza, pero a la vez con consuelo, Antonio.
Posterior a ello, instauró la denuncia ante la Fiscalía General de la Nación por desaparición, mientras pacientemente esperó una llamada que le dijera alguna noticia del segundo de sus 9 hijos.
Y ese día llegó en 2010, cuando una fiscal de apellido Fraile, adscrita a la seccional de Riohacha, le dijo que habían hallado unos restos óseos, que por las características podría ser Antonio María, y así fue, era su hijo.
“A mi hijo lo presentaron como guerrillero, le pusieron un camuflado, una granada y una pistola hechiza, lo cual no correspondía con la realidad, porque éramos trabajadores de una finca, mi hijo siempre conmigo. Tuvo cinco hijos, con tres mujeres diferentes, pero los dos mayores los tenía él, que luego me quedaron a mí y luego de su muerte fue duro criarlos solo, pero bueno aquí estamos”, resaltó Antonio Tobías, aunque refirió que para él sí existe el perdón para quienes le quitaron la vida a su hijo, lo inaceptable e imperdonable es la responsabilidad del Estado, “ellos saben todo y permitieron que eso pasara y siga sucediendo”.
Imputaciones
Todo el drama en mención quedó establecido en el segundo Auto de Determinación de Hechos y Conductas del Subcaso Costa Caribe del Caso 03. La magistratura evidenció que, en los siete departamentos del país que hacen parte de la Costa Caribe —Atlántico, Bolívar, Cesar, Córdoba, La Guajira, Magdalena y Sucre— integrantes de al menos 19 unidades tácticas que hicieron parte de la I División del Ejército Nacional, y posteriormente del Comando Conjunto Caribe, cometieron crímenes de manera sistemática.
La JEP revisó 796 muertes reportadas (2002-2008) como resultados operacionales, de las cuales 604, casi el 76%, resultaron ilegales. Por lo anterior, el tribunal imputó el martes crímenes de guerra y de lesa humanidad a 28 militares retirados, entre ellos dos generales y tres brigadieres generales, por su participación en las ejecuciones extrajudiciales en el territorio.
De acuerdo con el auto, entre las 604 víctimas documentadas entre 2002 y 2008 hay 31 indígenas de los pueblos Wiwa, Wayú y Kankuamo, 26 niños y niñas, y 14 mujeres, una de las cuales se encontraba en embarazo.
“Con el fin de mantener el encubrimiento y dar apariencia de legalidad a las operaciones ficticias con las que se justificaban las bajas ilegítimas, la sección de operaciones de las unidades militares se encargó de alterar las órdenes operacionales. Es decir, se sumaba a esto un entramado que facilitaba la ocultación del crimen, que iba desde la modificación de la escena en la que se producía la muerte de las víctimas hasta la obstrucción de investigación disciplinaria, ya fuera por acción u omisión”, se lee en el documento.
La JEP asegura que la demanda de resultados iba acompañada de la exaltación de quienes los alcanzaran y la promesa de reconocimientos y beneficios. No obstante, también se descalificaba a quienes no los obtenían y se les anunciaba que podían ser relevados.
“Existieron varias modalidades. Una consistía en que las víctimas fueran señaladas falsamente como integrantes o colaboradores de grupos insurgentes a quienes los militares catalogaban como parte del enemigo, lo que se usó para justificar su asesinato. La segunda modalidad: a través de engaños y falsas promesas de dinero, civiles reclutados por militares, así como soldados y suboficiales vestidos de civil, convencieron a las víctimas de trasladarse a lugares alejados de sus hogares, donde finalmente eran asesinadas”, explicaron.

Afectaciones a menores y pueblos indígenas
La JEP reveló que entre las víctimas de los falsos positivos en la región Caribe, hay 26 niños y niñas y 14 mujeres, incluida una embarazada. Durante su investigación, el tribunal documentó el asesinato de 20 niños y seis niñas, quienes fueron presentados falsamente como bajas en combate por unidades militares.
“Entre las víctimas hay una niña indígena Wiwa, un niño indígena Wayúu, un adolescente de 16 años no identificado que se rindió ante la tropa y fue ejecutado, además de dos hermanos de apenas 13 y 15 años, quienes fueron atraídos con engaños y asesinados. Estos crímenes evidencian cómo integrantes de las unidades tácticas implicadas ignoraron su deber de proteger a la infancia, como lo exige el Derecho Internacional Humanitario y son una muestra clara de la afectación del conflicto armado en los derechos de la niñez. En muchos casos, los niños y niñas fueron atraídos por militares o reclutadores, quienes se aprovecharon de su vulnerabilidad”, concluyeron.
Por otro lado, la Sala de Reconocimiento de Verdad determinó que el impacto de estos crímenes en los pueblos indígenas no se limitó a los asesinatos y desapariciones forzadas, sino que tuvo consecuencias devastadoras a nivel individual, familiar, comunitario y social. Se truncaron tanto proyectos de vida individuales como colectivos, y se generaron sufrimientos que afectaron la estructura misma de estas comunidades.