“Si se quema el monte déjenlo quemar, que la misma cepa vuelve a retoñar….yeyeye lelela…”, canta la legendaria Etelvina con el proyecto Ale Kuma. Su grabación nos deja mantenerla en el presente a pesar de la muerte. Por esto, esa canción sirve para enmarcar lo que significa la celebración de una fiesta que ha sido considerada ‘pagana’ desde que existe.
Pagana porque a cada ‘civilización’ de turno, le parecía contraria a sus costumbres. Así el culto a Dionisio se convirtió en algo muy alejado de los ideales estéticos apolíneos en la Grecia clásica. Las Bacantes, obra insigne de Eurípides, también nos queda para representarla. La muerte del rey Penteo en manos de su propia madre, una bacante dionisíaca, nos recuerda el peligro de negar la fuerza del dios de la lujuria y el exceso.
La Iglesia cristiana occidental de la Edad Media logró entender que había que dejar al pueblo, una vez al año, voltear las cosas al revés, para poderlo seguir encauzando en la dura cotidianidad el resto del tiempo. Por eso, Mijail Bajtin, filósofo ruso, explicó hace más de medio siglo en su famoso libro Rabelais y la cultura Popular de la Edad Media cómo es de necesario lo carnavalesco para una sociedad.
Claro que su tan acertada tesis no fue acogida por el jurado, que le negó, en ese entonces, su título de doctorado, y esta solo fue ganando aceptación con el tiempo, en todos los ámbitos académicos de los años sesenta.
Igualmente, de un modo extraño en nuestra ciudad se van aceptando, cada vez más, tesis moralistas que tratan de acabar con el Carnaval y sus supuestas groserías. Tesis que no comprenden el valor sanador que tienen todas estas expresiones populares.
Así como los funcionarios encerrados en sus oficinas no se dan cuenta de que la ciudad entera se encuentra atascada entre carros o sitiada entre altas moles de cemento que parecen salir de las misma calles llenas de huecos, así los nuevos miles de feligreses de las miles de iglesias cristianas de todos los barrios se encuentran protegidos por cánticos angelicales que no les dejan ver la necesidad de un carnaval que dizque trae el diablo.
El diablo que se ve allá afuera, en las calles, está realmente dentro de cada uno de nosotros. Y por eso hay que dejarlo salir a bailar de vez en cuando. El carnaval nos recuerda que la muerte y la vida se aman mutuamente y que la idea de un diablo oscuro no existe sin la idea de un dios de la luz.
La lucha entre Apolo y Dionisio es también un abrazo que lleva a retoñar los campos y la vida. La celebración de la siempre tan esperada Guacherna lo dice todo en su desfile: entre los disfraces más fantasiosos se mezclan los grotescos. Con los bailarines recocheros se mezclan los policías y academias militares presentando sus bandas de guerra.
El preludio de la Batalla de Flores es una manifestación perfecta de que la fiesta, a pesar de todo, sigue mostrando que la convivencia necesita la expresión saludable de emociones y que esas emociones pueden no ser controlables. Y que aunque no sean controlables, han de salir, para que no envenenen el medio ambiente ya demasiado polucionado con tanto humo y polvo de cemento.
Un último pedido ante las autoridades: ¡dejen que retoñen los polvos de la maicena del pasado! La espuma industrializada en latas y con el gas necesario para su difusión deben haber llenado no solo los ojos, los cabellos, las ropas y los pulmones de todos nosotros, sino los botaderos de basura.
Más bien hay que regular industrias como estas, en vez de las inofensivas ‘plebedades’ que tanto nos hacen reír y gozar en un tiempo suspendido que pronto nos permitirá devolvernos a la rutina diaria con más ganas de seguir viviendo.
Con Etelvina cantamos entonces: ...lelele, volvemos a retoñar….lalala, no podrán con la plebedá.
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