El estereotipo de los dos mares, las tres cordilleras, las imponentes cascadas y la múltiple y colorida variedad de pájaros de nuestras selvas, lugares comunes de las tarjetas postales y de la propaganda turística, se quedaron atrás para los que salen después de ver en los cines El abrazo de la serpiente, la premiada película de Ciro Guerra.

El premio Art Cinema Award –como mejor película de la quincena de realizadores– es un reconocimiento justo para una película que según los comentaristas es “película extraordinaria”, “obra de arte”, “gran película”, “poema visual sin precedentes”. El mismo director de la película parece asombrarse: “No creo que pueda hacer nada parecido después”.

Ciro cuenta dos historias ocurridas con 50 años de intervalo, inspiradas en los diarios de un explorador alemán, Theodor Koch Grünberg y del estadinense Richard Evan Schultes. Los dos se internaron en la selva amazónica guiados por el mismo chamán que mantiene en la juventud y 50 años después, la misma dignidad, parecida sabiduría y ese conocimiento de la selva que los años le consolidan y amplían.

El chamán guía a los exploradores, pero sobre todo al público para reformatearle el disco duro plagado de prejuicios y lugares comunes.

En medio de la majestad (sí, esa es la palabra) de la selva y el río que inspiran el respeto de todo lo bello y monumental, las imágenes, los diálogos, la lúcida cámara y la inteligente edición confirman que el buen cine no necesita efectos electrónicos sino una mirada abierta al asombro y sensible a lo bello. El espectador a veces parece detenerse a pensar en los recursos técnicos que debieron utilizarse en medio de la selva, para obtener las reveladoras imágenes y las deslumbrantes secuencias.

Cuando desfilan por la pantalla las historias de los caucheros, la saga de los misioneros y el escándalo del colono que llegó a erigirse como el mesías de aquellos alucinados indígenas, el director Guerra hace crítica social e histórica sin adjetivos, apoyado en el argumento contundente de los hechos. Son recreaciones de los episodios narrados por los exploradores más de medio siglo atrás.

El espectador no echa de menos a Tarzán, el mito creado por la atormentada conciencia colonizadora de Occidente para absolverse de sus culpas de crueldad, explotación y envilecimiento de los indígenas de África y de América Latina. No aparece en este relato ni el culto a la fuerza, ni a la astucia, ni a la inocencia de los hombres de la selva.

En cambio sí aparecen desde los primeros planos la admiración y el respeto por la sabiduría del chamán que conoce los recursos y riquezas de la selva y convive fraternalmente con la naturaleza y que asume a conciencia su papel de memoria de su gente y de las riquezas naturales de que están rodeados.

Al indio se lo ve crédulo, ignorante, cruel a veces, insolidario, o porque es la marca que le dejaron los colonos, o porque así los ha moldeado su vida primitiva. Pero entre sus debilidades de seres humanos y de sociedades primitivas, sobresalen su dignidad y su relación de respeto con la selva, como si tomaran en serio que no son los dueños sino los jardineros de la creación.

Los dos científicos, empeñados en la búsqueda de la planta sagrada, transmiten un mensaje necesario para la engreída sociedad de los hombres de ciencia de hoy: el respeto por la cultura de estos hombres que se mueven desnudos por la selva con la dignidad de un rey en sus dominios.

Uno sale de esta película lleno de preguntas y de ideas y con la sensación de haber vivido una hora y media deslumbrante.

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