En el siglo IV antes de Cristo, ese pobre chico traumatizado que se llamaba Alejandro Magno hizo todo lo que pudo, hasta conquistar el mundo entero conocido en su época, con tal de escapar de su terrible madre castigadora, Olimpia de Epiro.

En aquellos tiempos solo se conocía una forma de lectura que hoy hemos dejado de poner en práctica: leer en voz alta. Pues bien, la divina Olimpia, luego de ser despreciada por su esposo Filipo II de Macedonia –decían las malas lenguas que Alejandro no era hijo de él–, se dio por entero a la tarea de asegurar que el poder pasara a su amado hijo Alejandro y, según se dice, concibió y puso en ejecución el complot que culminó con el asesinato de su marido con tal de abrirle camino a su mimado vástago. Entonces Alejandro montó en su ponderado equino Bucéfalo y se fue raudo a conquistar el mundo. Pero llegaban sucesivas, por supuesto, las cartas de mamá.

Y qué cartas. En ellas Olimpia le recomendaba a su nene asesinar a este o al otro general, entre otras linduras. Alejandro, que siempre estaba rodeado de escoltas y su alto mando, empezaba a leer en voz alta las misivas de su progenitora, pero cuando Olimpia daba rienda suelta a su sed de asesinatos que involucraban a alguno de los presentes, el prudente Alejandro callaba la lectura, la tornaba sigilosa. Sus generales lo miraban, asombrados. Entonces El Magno volvía a leer en voz alta alguna parte inocente de la epístola materna, si es que las había. Hemos heredado entonces, a raíz de las cartas de la temible Olimpia y la prudencia de su hijo Alejandro, el concepto de la lectura silenciosa. Pero eso no es todo.

Ocho siglos después de Alejandro, en el año 385 después de Cristo, la pobre Mónica ya no podía más con los dolores de cabeza que le provocaba la disipada vida de su hijo Agustín, quien se negaba a casarse tozudamente con la mujer que ella le había elegido como esposa. Ay, las mamás a veces son cosita seria. Hasta que una mañana, en Roma, de seguro agobiado por el guayabo moral y la culpa, Agustín empezó a escuchar el siguiente coro: “!Tolle! ¡Lege! ¡Tolle! ¡Lege!” En realidad las voces venían de una escuela vecina, donde la maestra hacía repetir a los niños: “!Toma! ¡Lee! ¡Toma! ¡Lee!” Agustín acoge el mandato y toma entre sus manos las Epístolas de San Pablo que le atraviesan el alma. Y ese fue el día de su conversión. La lectura, que acompaño al proceso íntimo de su corazón sensible, lo convirtió en otro hombre, en un hombre nuevo. Claro, no tanto como para no seguir implorando a las alturas: “Dios mío, dame castidad, pero no me la des todavía”.

Hablando de mujeriegos, el actor Sean Connery, el más célebre de los James Bond, dijo en un homenaje que lo más grande que la vida le ha dado no ha sido la fama ni el dinero, ni las mujeres divinas, ni mucho menos la pinta de seductor irresistible, sino haber aprendido a leer, y que la lectura le había enseñado a sobrellevar la fama, el dinero, las mujeres divinas y a sí mismo. Eso es sabiduría. Porque la lectura, que en silencio nos convierte, es el regalo más grande que la vida puede darnos, hermano lector.

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