Una caravana de cocinas que generan emisiones al ambiente con contenido de plomo recorre al departamento del Atlántico, dejando una estela amenazante de muerte por el daño que sufren la atmósfera, el suelo y los cuerpos de agua, en especial en municipios como Malambo, los corregimientos de Sibarco y Campeche, en Baranoa, así como el de Cuatro Bocas, en Tubará… y faltan datos de otras poblaciones.
En esos lugares, disfrazados como empresas recicladoras o recuperadoras de metales no ferrosos, pero violando todas las normas de usos del suelo, sin ningún tipo de autorización ambiental y actuando de manera clandestina como los más ruines delincuentes, los dueños de estas cocinas fragmentan baterías, dejan correr los ácidos que estas contienen por todo el suelo del área sin evitar que lleguen hasta corrientes o arroyos de agua.
Extraen el plomo y lo depositan en hornos artesanales que operan, para rematar, con aceites desechados que utilizan como combustible. Al fundirlo comienza una tragedia que afecta por igual a todo ser vivo. Un día las autoridades cierran estas cocinas en un lugar, las sancionan y las reportan a la Fiscalía, pero de inmediato sus propietarios les cambian el nombre y aparecen en otro sitio, y así sucesivamente, hasta que la comunidad los detecta cuando inician un nuevo círculo de contaminación y muerte.
La Organización Mundial de la Salud, OMS, considera el plomo como uno de los “diez productos químicos de mayor preocupación para la salud pública” en el mundo, ya que es una sustancia tóxica que se va acumulando y distribuyendo en el cuerpo humano afectando, de manera especial, a los fetos en desarrollo y a los niños de corta edad, causándoles daños, algunos con efectos irreversibles, en el sistema nervioso central y periférico, hematológico, gastrointestinal, cardiovascular y renal. El cerebro, el hígado, los riñones y los huesos de esos niños, nacidos y por nacer, también son afectados por el plomo, cuya presencia, incluso en niveles mínimos, puede inhibir el crecimiento pre y posnatal, afectar la agudeza auditiva, dañar el nivel cognoscitivo y causar alteraciones neurofisiológicas hasta en su capacidad para aprender.
Según la misma OMS, la exposición al plomo durante la niñez –hecho que puede estar afectando a los infantes de nuestro Departamento, y de seguro a muchos en la Región Caribe– deja cada año a nivel mundial cerca de 600.000 nuevos casos de menores con discapacidad intelectual, además de que también causa la muerte a 143.000 de ellos.
Todo lo anterior se da, simple y llanamente, porque cada batería, en especial las vehiculares que dejamos de usar y que algunos venden a recicladores, termina siendo objeto de ‘recuperación’ en estas cocinas clandestinas que dejan las estelas de daños y muertes citadas.
También contribuyen a este daño quienes venden las baterías nuevas y reciben las usadas, a las que pudieran estar dándoles un destino inadecuado al convertirlas en materia prima de las cocinas que matan y dañan a nuestros niños, a pesar de que por ley están obligados a la llamada responsabilidad extendida, que no es más que los programas de posconsumo que busca que esas baterías tengan una disposición ambientalmente responsable luego de ser usadas.
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