Cuando un grupo de personas interesadas en el cine como arte, provenientes de todas las disciplinas académicas y los encantos de la amistad con la fuerza de un interés común, creamos la Cinemateca del Caribe, fue un sueño hecho realidad: poder ver buen cine todos los días, y no solo esperar el cineclub semanal de Braulio De Castro, quien nos había mostrado las maravillas del cine-arte, que apenas había tenido pinceladas entre nosotros con la afamada Langosta Azul de Cepeda Samudio y las otras películas y documentales de Lucho Arocha.
La cinemateca en Combarranquilla del barrio Boston se convirtió en una especie de caleidoscopio donde podíamos ver las películas de grandes directores, pero también las piezas hermosas de nuevos talentos y por fin nos llegaba el eurocine, la maleta nacional y toda clase de muestras de festivales, antes solo vistos a través de sueltos de prensa o algún noticiero alemán que mostraba a las figuras del momento haciendo su desfile triunfal en Cannes o en San Sebastián. “Nos vemos en la cinemateca” se volvió un santo y seña, y a la salida terminábamos hablando de cine hasta altas horas de la noche en algún bar o en la terraza de la casa de alguno de nosotros.
Creo que de las muchas mujeres que han dirigido la cinemateca, Sara Harb dio la batalla más dura, primero para que se construyera y luego para educar a los asistentes, porque fue inquebrantable en las reglas: ni un pirulí podía chuparse y menos oír el craqueo de unas papas fritas o ver una botella aunque fuese de agua. Tiempo después cuando la ciudad fue cambiando y Combarranquilla abrió su sede Country, Jaime Abello, la junta directiva y la directora lograron que incluyera una sala más pequeña, pero acogedora. ¡Aleluya! Ya teníamos dos posibilidades de ver buen cine.
Sin embargo, de un tiempo para acá asistir a esa salita dejó de ser un agradable programa vespertino y de fines de semana, porque de una forma inexplicable el arte cinematográfico sucumbió ante la música enloquecedora del gimnasio que instalaron, pared de por medio, y uno a veces tiene que imaginar los diálogos y olvidar el sonido ambiente de la peli y resignarse a los subtítulos, porque parece que para hacer ejercicio se requiere un volumen atronador. Otras veces, en el salón de arriba martillan con denuedo o montan mesas a empujones para 100 personas como mínimo y durante toda la sesión, de modo que la banda sonora vuelve a desaparecer y comienza a crecer la indignación de quienes vamos en busca del arte y pagamos por ello. Completa la tragedia el infaltable timbre de los celulares o sus luces azules cuando los tienen en silencio, pero no pueden dejar de mirar la pantalla, y hasta crispetas venden. ¿Qué nos pasa que involucionamos en vez de ser un público educado? ¿Cómo una institución que acogió el cine arte en su entraña puede cometer semejante barbarie?
Alguien tiene que hacer una tarea urgente.
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