Recorre el mundo una ola imparable de denuncias de mujeres que se cansaron de soportar en silencio el vulgar acoso sexual de los machos, que nada tiene de sensualidad y menos aún de seducción. Yo también lo he sufrido desde muy niña, la primera vez, por parte de un hermano cristiano del Colegio Biffi, mi compañero de clase de piano en la Escuela de Bellas Artes; tendría yo diez años y él unos treinta, y reiteradamente se daba maña para entrar al cubículo donde yo calentaba antes de que el profesor Vázquez Pedrero llegara a calificar mi ejecución de la pieza que tuviera en ese momento. El infeliz se me recostaba por la espalda y decía querer corregir la posición de mis manos y para ello me sobaba desde el hombro todo el brazo y sentía su peso y su cuerpo apretujado al mío. Puse la queja a mi hermano mayor Rafael (Rip) quien con el campeón triatlón del departamento en ese momento, Guillotin, el mayor de la familia, ‘ajustaron’ al sinvergüenza, que desapareció de la escuela. Y a partir de allí, podría pasarme varias semanas narrando momentos siempre súper desagradables cuando algún desgraciado conocido me puso la mano encima, me hizo una encerrona en un ascensor o se hizo el pendejo para sobarme el muslo aprovechando mi minifalda.

Luego podría seguir con los desconocidos que en el bus me la recostaron en el hombro o metieron un dedo entre silla y carrocería para alcanzar a rozar mi seno, o las veces que he tropezado con exhibicionistas llamando mi atención para mostrarme su miembro erecto en el Metro de Madrid o medio ocultos en un antejardín residencial en Medellín. Todas tenemos ese tipo de asquerosas experiencias, créanme, unas no las contamos, otras nos defendimos y dimos el merecido al canalla, pero siempre temimos ser señaladas como responsables, las provocadoras de la infamia masculina, porque sí, porque creen que no somos personas sino solo hembras disponibles para saciar sus instintos.

Puedo jurar que en este instante cuando me leen, varios machos han pensado “ni que fuera la más buenona de todas”, esta vieja se cree Sofía Loren. Y no, no es necesario tener el cuerpazo de la bella Sofía (puedo imaginar las veces que la sobaron durante su ascenso al estrellato en Cineccitta y en Hollywood): he visto a un cretino pararse en el final de una escalera eléctrica con una gabardina abierta y un moño rojo adornando su miembro, mientras un combo de monjitas subían aterrorizadas sin posibilidad de nada. Ninguna de nosotras, mujeres, nos creemos la más bella ni diosas de la sensualidad ni siente gusto al ser acosada; del asalto no deriva nunca placer ni se despierta el deseo. Sentimos rabia, impotencia, asco y miedo: ¿les quedó claro, abusadores? Nunca una mujer que fue toqueteada termina en brazos del acosador: al contrario, si quieres ser detestado para siempre y apartado, así sea con guante de seda, propásate cuando ella esté descuidada, úsala para darte gusto genital.

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