Sucede siempre: después de haber dedicado una noche con su respectivo día siguiente a festejar, “con el cuerpo y con el alma”, la partida de un año viejo y la llegada de un año nuevo, usted se da de pronto de narices con el amanecer del dos de enero y comprende con biliosa conciencia que tiene que dejar cuanto antes la cama para ir de nuevo a trabajar. Es un choque duro, brutal.

La explicación de ese impacto, me parece, salta a la vista. Resulta que ese corto receso que en la realidad es todo lo que necesita un año para dar paso a otro se proyecta, en los entresijos de su mente, con una duración distinta, mucho más larga y más profunda, pues usted piensa justamente que el tránsito de todo un año que concluye a todo un año que apenas se inicia debe tener un calado y una intensidad mucho mayores que los que tiene, por ejemplo, el simple paso de una semana a otra.

De modo que cuando las primeras luces del dos de enero se filtran en el dormitorio y usted, tras abrir perezosamente los ojos, asume la cruda evidencia de que ese día hay que reanudar la rutina laboral, se produce en el fondo de su ser un terrible desajuste que corresponde a un razonamiento de este tenor: “¡Pero cómo! ¡Todo ese fastuoso suceso que conlleva el fin de un año y el comienzo de otro –la terminación de una etapa de la vida dejada atrás y el nacimiento de otra nueva que se abre como una flor de ensueño– se reduce solo a esto, a que hoy tengo que volver a trabajar como si solo hubiera transcurrido un domingo cualquiera cediéndole el paso a un lunes cualquiera! ¿No debería implicar ese suceso una suspensión de la rutina proporcional a su mayúscula trascendencia filosófica y antropocultural? ¡Ah, qué frustración, cuánta estafa!”.

Y esa sensación abrumadora que produce el hecho de tener que reincorporarse de inmediato al trabajo se agrava por la perspectiva de que es apenas el primero de más de 360 largos días de agenda laboral. Es una sensación similar a la de Sísifo cuando le toca volver a recoger, en el pie de la montaña, la roca que un momento antes ha rodado de sus manos desde la lejana cima, con la obligación de empezar a subirla otra vez hasta aquélla.

Ahora bien, usted, para quien la vida, del 31 de diciembre al dos de enero, vuelve a ser perfectamente igual, nota de todos modos en su recorrido por la ciudad que hay en ésta un ambiente distinto.

Un ambiente de quietud, de marasmo, de inactividad, de vacío, que no es sino el resultado del hecho de que una parte de la población continúa todavía en vacaciones y se ha marchado a otros lugares. Esta languidez del entorno le hace a usted todavía más arduo reincorporarse con normalidad a la rutina.

¿Cómo ir con bríos y voluntad a trabajar si la ciudad está adormilada, echada sobre el suelo como un enorme mamut somnoliento? Para usted, que bosteza sentado en la buseta cuando se dirige cada día a su lugar de trabajo, es como si siempre fuera lunes, un terrible y obstinado lunes de afanes y horarios que se repiten una y otra vez a lo largo de la primera mitad de enero, mientras que, dilatándose a su alrededor, la ciudad sigue anclada en un lento, perezoso domingo.