Hace varias décadas, Umberto Eco urdió una tensionante trama policíaca entre los muros de una abadía en la Alta Edad Media para demostrar el poder del buen humor. En su libro El nombre de la rosa (que pudo ser de la risa) se cometen crímenes con la intención de ocultar al pueblo la defensa que de la carcajada habría hecho Aristóteles.

Pura ficción, pero no lejos de la realidad, porque, en aquellos lugares y tiempos, lo sensato y lo apropiado era aparecer serio, taciturno, incluso huraño. La risa y el buen humor se asociaban, en cambio, a la ignorancia, la frivolidad y la inmadurez.

Osho, maestro espiritual de la India, sostenía desde entonces que la vida es en general una gran broma cósmica. “No es asunto serio -decía-. Si la tomas con seriedad, la pierdes. Solo la comprenderás mediante la risa".

Por eso reír es, desde hace siglos, asunto clave en la China. Cuatro mil años atrás existían allí templos donde con la risa se equilibraba la salud de las personas. Se trata de una función biológica necesaria para mantener el bienestar físico y mental, relajarse, abrirse al sentimiento, al amor, por ejemplo, o al silencio, al éxtasis, a la creatividad.

En culturas ancestrales tipo tribal, la figura del doctor payaso o del payaso sagrado, un hechicero vestido y maquillado curaba guerreros enfermos a punta de buen humor.

Todavía hoy resulta común hallar en hospitales del mundo payasos terapéuticos que utilizan el juego y la risa para ofrecer a niños enfermos vías de expresión emocional, minimizando su estrés y el de su familia.

La palabra payaso viene del italiano pagliaccio, un personaje cómico y tierno, nacido y desarrollado en el teatro. Sus antecedentes provienen de la Commedia dell'arte italiana, del circo moderno y el cine mudo.

Obligados a reír y hacer reír, aunque estemos muy tristes por dentro, todos somos un poco payasos en la vida real y debemos, como Garrick, sobreponernos a problemas y seguir proyectando la imagen que se espera de nosotros.

De modo que cada uno vino a representar, al parecer, un papel en el teatro de la vida. Entre acto y acto algunos dejamos la máscara y los atuendos en el camerino; otros ya no sabemos cuál es nuestro rostro real y vivimos tras el antifaz en representación continua.

A veces, solo basta una sonrisa para que el cerebro emita la información necesaria y segregue sustancias químicas, unas drogas naturales llamadas endorfinas o encefalinas, que son gratuitas y no tienen efectos secundarios, que circulan por el organismo, alivian el dolor, combaten virus y bacterias y resultan cientos de veces más fuertes que la heroína o la morfina.

Las personas que contrarrestan el estrés con el humor y se divierten un rato al día tienden a tener un sistema inmunitario más sano; padecen un 40% menos de infartos, sufren menos con el dentista y viven unos cinco años más.

Así que, como invita Héctor Lavoe en una de sus canciones, vamos a reír un poco…