Cuando viví en Estados Unidos, a finales del siglo pasado, los universitarios solíamos bromear acerca de cuál de nosotros perdería un día los estribos y se aparecería con un rifle en el campus, dispuesto a vengarse de la humanidad. Usábamos la expresión ‘to go postal’, pues, según un mito urbano de esa época, había que precaverse de los carteros. La rutina y los interminables paquetes por entregar harían que cualquier lunes por la mañana uno de ellos, incapaz de soportarlo más, saliera armado a acabar con el mundo.
Recuerdo el momento exacto en que la broma dejó de ser chistosa. Una tarde iba entrando a un café y nadie hablaba, todos miraban con caras de espanto la pantalla de un televisor. Algunos se cubrían la boca con la mano. En una escuela secundaria de Colorado, dos muchachos acababan de asesinar a 13 personas, y luego a sí mismos.
La masacre de Columbine no fue la primera de su tipo, pero profundizó una polarización política peculiarmente norteamericana. Un bando exige que se regule la venta de armas de fuego a civiles; el otro defiende el derecho a tenerlas sin restricción. Hasta ahora va ganando el segundo. Entretanto, cientos de personas, muchas de ellas niños, han perdido la vida en masacres posteriores.
Para quienes no crecimos en esa cultura, es extraño el apego que los gringos sienten por las armas de fuego. Para entenderlo, hay que recordar que la resistencia contra la tiranía es uno de los principios fundacionales de ese país. Perder el derecho a armarse los dejaría desvalidos contra un eventual tirano o dictador. Para buena parte de la sociedad, las armas son sinónimo de libertad.
O quizá lo eran en 1776. Pero nadie en su sano juicio piensa hoy que un grupo de civiles –así estén provistos de devastadores fusiles AR-15, como el que aniquiló a 17 personas en la Florida esta semana– pueda enfrentarse militarmente a la nación más poderosa del mundo. Semejante argumento resulta hoy descabellado. Si los americanos quieren defender su libertad, cuentan con instituciones más robustas, potentes y efectivas que un fusil: la prensa, las cortes y la admirable sociedad civil estadounidense.
Ahora bien, restringir la venta de armas, en particular de armas largas, aunque razonable, no será suficiente para evitar que se repitan los sucesos de Virginia Tech, Sandy Hook, Las Vegas y Parkland. Hay 300 millones de revólveres, rifles, escopetas y pistolas en EEUU, más de uno por cada mayor de edad. Un veto a la venta de armas, suponiendo que fuera aprobado, no haría nada contra todas las que ya están en la calle.
No, la infernal epidemia de masacres que padece EEUU, endémica a ese país, pues la sufre de lejos más que cualquier otro, debe ser entendida como un calamidad pública de salud mental. Algo, una patología social extremamente perversa, está horadando el alma de ciertos americanos –hombres, pues los masacradores son todos hombres–, dejando un vacío que se llena de odio irracional hacia el prójimo. Controlar el acceso a las armas puede ayudar en parte, pero examinar las raíces del odio es más necesario.
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