El barrio Olivo se llenaba de voces, cantos, algarabía y emoción. Todos esperábamos que fueran las 6:30 de la tarde para reunirnos a jugar. la ronda, la lleva, el pote, la libertá, el yermis, el materile-rile-rón, nos permitía encontrarnos, retozar y disfrutar hasta que, a las 8:30, los papás se levantaban de las mecedoras donde reposaban en las terrazas y nos avisaban que la hora de diversión había terminado. No había tiempo para quejas; obedientes, pasábamos por donde estaban ellos para recibir la bendición y nos íbamos a dormir, no sin antes hacer la oración al ángel de la guarda.
Así recuerdo mi infancia, un tiempo en el que la inocencia se mezclaba con las ganas de explorar y conocerlo todo; en el que los abrazos daban la mayor seguridad y siempre se encontraba espacio para conversar. Había días en los que no podía dormir de inmediato y llamaba a mi abuela materna, Cleotilde. Ella se acercaba con su ternura y me contaba historias fantásticas que hacían volar mi imaginación. Trataba de visualizar a esos personajes extraños que protagonizaban sus relatos. Nunca supe en qué momento exacto me quedaba dormido, pero al día siguiente, cuando mi padre me tocaba los pies para despertarme, recordaba algunas escenas que mi abuela, con su acento caribeño y su ingenio, me había descrito.
Otras noches solo escuchábamos la radio, creo que era “Radio Libertad”. Las voces graves y acentuadas de los locutores, y la música que ponían, me transportaban a un mundo en el que deseaba vivir. A veces, me imaginaba a mí mismo contando esas noticias o anunciando una de las canciones del momento. No faltaban los momentos en que mi abuela me hablaba de Dios, su Dios, uno cercano y cotidiano, con el que podía hablar usando mis propias palabras, incluso para reclamarle por lo que no entendía. Nunca le tuve miedo, porque mi “ota má” —así le decía a Cleotilde— me enseñó que Dios nos ama, y que donde hay amor no hay miedo. No creo que hubiera leído la Biblia, pero sabía lo que le habían enseñado en sus clases de Historia Sagrada. Eso sí, las adaptaba a su manera: David cuidaba vacas en lugar de ovejas, Josué había abierto un río tan grande como el Manzanares, y Moisés se impacientaba por la terquedad de su pueblo igual que mi papá se impacientaba conmigo cuando no hacía lo correcto.
Así transcurrieron los días y los años, hasta llegar al momento en que estoy hoy, agradecido porque mi abuela siempre tuvo tiempo para mí. Su vida me marcó profundamente y me guío hacia lo que soy ahora: un predicador, un hombre de los medios y un contador de historias. Gracias a Dios por mi abuela.