“La mano está mala” decía mi madre para explicarnos que no podía darnos algo que queríamos o para anunciarnos que el guineo verde sería la estrella del menú en esos días: mote de guineo al desayuno, patacones y queso en el almuerzo, y mazamorra en la noche. A veces al mes le sobraban días que el sueldo de mi papá no alcanzaba a cubrir. En ese tiempo, con 12 años, me levantaba temprano para ir a trabajar con mi viejo. Él manejaba un bus urbano y yo cobraba el pasaje en la puerta. Debía ser rápido con las cuentas, tener monedas para los vueltos y evitar que se colaran. Todo eso me hizo madurar, no es fácil atender al publico: palabras despectivas, gente que quería viajar sin pagar o mamadores de gallo que intentaban burlarme.

Desde esa experiencia nunca más dejé de trabajar, aunque mis padres estaban comprometidos a darme lo mejor y a que dedicara mi tiempo a formarme académicamente. Mientras estudiaba, siempre había una actividad laboral con la que ganaba algo para meterlo en la bolsa común, a ver si así la mano no se ponía mala. Entendí que al trabajar nos desarrollamos personalmente y contribuimos al desarrollo de nuestras familias y comunidades.

En esas dinámicas cotidianas aprendí que hay que trabajar con dedicación y disciplina, pero que también hay que saber descansar. Entonces estaba la mesa de dominó, los partidos de bola e trapo, los trotes madrugadores hasta la playa, las fiestas para reír y gozar. Sí, el ocio como espacio recuperador, momento creativo y experiencia de reconexión con lo mejor de la vida. Hay que trabajar y descansar. Tener espacios para intentar aportar valor, y momentos de quietud para liberar la imaginación y las emociones que nos hacen descubrir el sentido de la vida.

Sé que en una sociedad que simplifica la realidad para entenderla, terminamos absolutizando una de las dos experiencias. Algunos son adictos al trabajo y sacrifican el resto de la vida; esos son los que producen y producen y al final no tienen con quien compartir lo producido. Y otros creen que hay que encarnar al negrito del Batey para ser felices. Pues no, en la vida hay espacios para ambas cosas. En mi caso hay tiempo para trabajar el mayor número de horas posibles en lo que me gusta, y a la vez poder descansar y sentarme a ver el mar de mi Santa Marta o las montañas de Bogotá, o también para mamar gallo y conversar sin ningún propósito especial en una esquina de Barranquilla, en ese arte maravilloso de burlarse de las dificultades de la vida. Trabajamos y nos divertimos. Siempre podemos ir más allá de las estrechas formas de algunos simplistas.