La tarde del 29 de agosto de 1986 cayó en Barranquilla un tremendo aguacero. Lo recuerdo sin perder detalle. Hubo que recoger de prisa los asientos dispuestos en la explanada. Se improvisó un salón de actos en un pasillo. Alejandro Obregón subió a la rectoría de Uninorte, acompañado de Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, amigos del grupo La Cueva. Al darle la bienvenida en mi despacho miró hacia el fondo buscando su cuadro el Torocóndor. “Ya no está aquí, maestro”, le dije. Sonrió simulando sorpresa. Bajamos sin más protocolo para entregarle, en presencia del consejo directivo y académico y demás invitados, el título de Doctor honoris causa en Arte.

En mis palabras dije que queríamos distinguirlo, a él que era un maestro sin necesidad de títulos, para celebrar la omnipresencia de su pintura en nuestro paisaje cultural, que con sus ojos de luz y de noche flota en nuestro Mediterráneo que es el Caribe. También dije que, en más de cuarenta años de creación, su pintura había deslumbrado a artistas y críticos de arte. En lo nacional y en lo internacional. Y me atreví a resumir esa historia con imágenes de sus cuadros como los cóndores y toros, barracudas y mojarras, caimanes apesadumbrados, Bolívar y Blas de Lezo, aves cayendo al mar, el gavilán pollero, la magia del Caribe con sus náufragos, sus volcanes submarinos, memorias y victorias y cosas de la luna, que viven en sus pinturas con la transformación que realiza el arte. Un arte suyo tan independiente y original que mira con otros ojos lo mismo que los nuestros miran todos los días. Nacido en Barcelona en 1920, vino a nuestras tierras a cumplir con su destino personal. No le importó que su padre, dueño de una fábrica de textiles, lo tuviera destinado a ser su gerente. En la fábrica “respiraba algodón todo el día”. Se fue al Catatumbo. “Me fui a manejar camiones de veinte toneladas, a cargar tuberías…abismos de cuatro kilómetros. Los indios motilones…La magia y el misterio. ¡Carajo, eso pone a pintar a cualquiera!”, confesó en una entrevista. Cuando regresó, su padre le preguntó qué iba a hacer. “Voy a estudiar pintura”, respondió. Intentó hacerle cambiar de opinión. No lo logró. En 1945 haría su primera exposición individual. Después, siguió una trayectoria fascinante. Una vida consagrada a su destino.

Despedida. Esta columna no volverá a aparecer. Agradecimientos al doctor Juan B. Fernández R., que me invitó a escribir en el periódico, a la directora Érika Fontalvo, a su asistente Anita González, a los amigos entrañables de EL HERALDO. Me dedicaré a completar escritos y memorias que no dan más espera.