He crecido. Los años se han juntado muy rápidamente hasta llegar a 56. Días como hoy tengo que detenerme para celebrar las vueltas que junto con el planeta le he dado al sol. Celebro la vida que siempre trasciende todo límite. A la vez, reconozco que ya no están los mismos bríos para jugar los largos partidos de bola e trapo en las polvorientas calles del barrio Olivo de Santa Marta, ni está el mismo vigor de juventud con el que intentaba llenar el mundo entero con la Palabra de Dios, pero sí las mismas ganas de aprender; no están las fuerzas, a veces irracionales, para discutir, pero sí los argumentos pesados para debatir con los que comparto la vida. Estoy seguro de que eso es lo que nos impide realmente envejecer.
Tal vez ya no tengo la misma agilidad y dinámica para jugar baloncesto, pero sigo con las mismas ganas de preguntar, de explorar y satisfacer esa curiosidad intensa que me habita y me hace reducir mis incertidumbres. Ya no tengo la misma energía para asumir todas las predicaciones y conferencias de antes, pero sí tengo la tranquilidad que me hace rumiar con más profundidad los textos bíblicos, los temas de bienestar y los ensayos académicos de siempre.
Ahora camino más lento, pero más seguro; sigo cuestionando rebeldemente todo, pero tengo algunas verdades que siguen sosteniéndome firme; celebro la compañía de Alcy en este momento, cuando las ganancias de los años me han hecho mejor ser humano y puedo ser mejor compañero de camino.
Ahora cuando me quieren insultar en redes, me dicen viejo y eso me gusta, porque implica que he acumulado experiencias, conocimientos, que he logrado sobrevivir a algunas trincheras existenciales, que he acumulado expresiones de amor dadas y recibidas, que he soñado mucho y realizado muchos de esos sueños. Entiendo que en un momento en el que la neolatría es de las prácticas más dominantes, se desprecie aquello que ya no tenga las características de lo joven. Así se explican los comunes trastornos psicológicos de hoy, ya que no podemos ser medianamente sanos si nos negamos a aceptar el paso del tiempo y despreciamos lo que somos en cada etapa de la vida.
Necesitamos comprender que el paso inexorable del tiempo no es una pérdida ni una desgracia, sino una realidad con sus beneficios. Hay que hacer fiesta por lo que somos, no hacerlo nos genera la amargura de no aceptar lo que no podemos cambiar. La espiritualidad es siempre una invitación para estar conectados con el presente y encontrar motivos para celebrar la actual etapa que vivimos. Da gracias por los años que tienes y por lo que hoy puedes hacer.