En el marco de la COP16 sobre biodiversidad, celebrada en Cali, se está discutiendo uno de los temas más complejos y cruciales para nuestro futuro: ¿cómo valoramos la biodiversidad? Esta pregunta no es solo técnica, es política y social. ¿Es posible ponerle un precio a la naturaleza para protegerla? ¿Podemos traducir la riqueza natural en términos económicos para garantizar su conservación? Aunque estas ideas tienen mérito, debemos ser cautelosos en no reducir la biodiversidad a cifras y mercados.
La biodiversidad sustenta la vida humana, y su pérdida tiene implicaciones enormes. Según el índice Planeta Vivo, las poblaciones de vida silvestre monitoreadas han disminuido en un promedio del 73% entre 1970 y 2020. Las más afectadas han sido en los ecosistemas de agua dulce, con una caída del 85%, mientras que en América Latina y el Caribe, la pérdida alcanza un alarmante 95%. Es decir, nuestra región, rica en ecosistemas únicos, está perdiendo rápidamente su vida silvestre.
Esto tiene graves consecuencias. Cuando una especie desaparece o su población cae por debajo de un nivel crítico, todo el ecosistema se degrada. Los procesos esenciales como la polinización, la dispersión de semillas o la regulación del clima pueden verse afectados, lo que compromete la capacidad de los ecosistemas para proveer servicios esenciales como el agua limpia, la protección contra tormentas o la captura de carbono. En Colombia, estos servicios naturales son vitales, especialmente en áreas rurales donde las comunidades dependen directamente de los recursos del bosque y los ríos.
A medida que la biodiversidad se reduce, nos acercamos a los llamados “puntos de inflexión”, momentos en los que los cambios acumulados provocan alteraciones irreversibles en los ecosistemas. El Amazonas, por ejemplo, está cerca de un punto en el que podría transformarse en una sabana, liberando enormes cantidades de carbono a la atmósfera y alterando los patrones climáticos globales. Igualmente, los arrecifes de coral del Caribe están al borde de un colapso. La muerte masiva de estos ecosistemas no solo destruiría los medios de subsistencia de miles de pescadores, sino que también eliminaría la protección natural contra tormentas de la que dependen cientos de millones de personas en las zonas costeras.
Muchos sostienen que para frenar estas tendencias debemos cuantificar el valor de la naturaleza en términos económicos. Esto puede movilizar inversiones y proteger áreas clave. Pero aquí surge una pregunta fundamental: ¿realmente podemos reducir la naturaleza a un balance económico? Los enfoques centrados solo en el capital natural pueden pasar por alto aspectos culturales, espirituales y ecológicos que son igualmente importantes. ¿Qué precio le ponemos a la conexión que las comunidades indígenas tienen con sus territorios o a la capacidad del bosque de generar bienestar emocional?
Es necesario reconocer el valor económico de la biodiversidad, pero también debemos fomentar políticas que entiendan su valor intrínseco y social. La biodiversidad no es solo una fuente de recursos; es el fundamento de nuestras sociedades. Protegerla requiere un enfoque integral, que combine incentivos económicos con un respeto profundo por la naturaleza y las culturas que dependen de ella. En Colombia, estamos en una posición única para liderar estos cambios.
Nuestro país alberga una de las mayores riquezas biológicas del mundo, pero también está en la línea de fuego del cambio climático y la degradación de ecosistemas. Si no actuamos ahora, corremos el riesgo de cruzar esos puntos de inflexión. Sin duda alguna, valorizar, medir y cuantificar la biodiversidad es crucial. Sin embargo, este debe ser solo el primer paso dentro de un esfuerzo más amplio y estructural. No se trata únicamente de cifras o incentivos económicos, sino de transformar nuestras creencias y nuestra cultura hacia una conciencia ambiental más profunda. Es necesario crear una nueva relación normativa con la naturaleza, donde la protección de nuestros ecosistemas sea vista no solo como una acción estratégica y pragmática, sino como un deber moral y cultural.