Estoy aquí, en este espacio íntimo de mi casa en el que intento conectar con lo sagrado. Hay un Cristo, un cirio, unos íconos orientales y una silla que apenas se despega del piso, en la que puedo tomar una postura corporal para orar.

Tengo en mis manos una oración de Teresa de Ávila, aunque la he aprendido de memoria, me gusta rezar leyéndola. Es una plegaria que me llena de paz.

Repito tranquilamente: “Nada te turbe” comprendiendo que mi paz interior no puede estar al vaivén de los acontecimientos de mi entorno. Mi corazón debe estar tranquilo y sereno en medio de los torbellinos que me sacuden.

El alma se serena en el silencio, en el agradecimiento, en la contemplación del poder de Dios; cierro los ojos y trato de calmar las emociones que en este momento me agitan, pienso en ese poder, sabiendo que nada me debe turbar.

Ahora me concentro en esta frase: “Dios no se muda” y siento en todo mi ser que esa es la fuente de mi paz interior: la fidelidad de Dios. Él está siempre de mi lado como lo ha demostrado en el pasado.

Si ayer me bendijo y me sacó adelante, hoy lo seguirá haciendo porque no se muda. Él está a mi favor. Tenerlo presente siempre me llenará de las sensaciones que requiero para continuar.

Aparece delante de mi otra frase: “La paciencia todo lo alcanza”, la rezo despacio dos veces porque me hace falta ser paciente. A veces quisiera que todo se resuelva con la misma rapidez con la que pienso y hablo, pero no funciona así ni en mis sueños, entonces tengo que aprender a esperar.

La espiritualidad debe ocasionar un proceso de desarrollo de la paciencia, sabiendo que todo tiene su ritmo y que nuestras ansiedades no resuelven mágicamente los problemas que tenemos. Recordarnos amados nos ayuda a saber esperar en Él.

Ahora pienso en el salmo 27, 14: “Confía en el Señor, ¡ánimo, arriba! espera en el Señor” y me abandono en sus manos y en su poder. Creo que Él siempre me permite seguir adelante. Saber esperar es una de las manifestaciones de la fe.

Me encuentro con esta frase: “Quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”, eso refuerza mi paz interior: saber que nada es mayor que esa relación íntima e intensa con Dios. Él lo es todo.

Entonces pienso en Juan Eudes que me enseñó a repetir: “Fuera de ti todo es nada, quítame todo, pero dame ese solo bien y todo lo tendré, aunque no tenga nada. Nada quiero y lo quiero todo, Jesús tú eres mi todo”.

Eso da libertad y enseña a agradecer todo lo que vivimos y hacemos. Tocan la puerta, alguien llegó de visita y debo terminar mi oración. Digo: ¡Amén!, me levanto y salgo a seguir siendo feliz.