Me fascina la predicación de Juan Bautista. Su ministerio en el desierto, con un mensaje centrado en la penitencia, resalta la necesidad humana de purificarse para vivir en comunión con Dios. Lo que más me atrae de su mensaje es que no se limita a lo cultual y doctrinal, sino que trasciende hacia la justicia que debe prevalecer en la vida cotidiana de quienes se definen como creyentes. La relación con Dios se refleja en las relaciones con los demás. Por más que recemos bellamente, entendamos el futuro, al estilo profético, o memoricemos los textos bíblicos, cual computadores modernos, no somos verdaderos discípulos si no vivimos en justicia, amor y perdón. Nada está más alejado del cristianismo que separar la vida del culto. Solo tiene sentido el culto que nace de una vida orientada a seguir el camino de Dios, algo que debe manifestarse en las acciones diarias como fruto del encuentro con Él.
Quienes acudían a escuchar a Juan, sacudidos por sus palabras, le preguntaban: «Entonces, ¿qué debemos hacer?». Él respondía con claridad: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». Incluso los publicanos, tras ser bautizados, le preguntaban: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?». Y él les decía: «No exijáis más de lo establecido». Los soldados también preguntaban: «¿Y nosotros, qué debemos hacer?». A lo que él contestaba: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias; contentaos con vuestra paga». (Lucas 3, 10-18). Las respuestas de Juan son directas y contundentes: vivan como personas justas y no abusen de los demás. Al fin y al cabo la justicia y la paz se besan (Salmo 84,11).
Cuando reflexiono sobre nuestras ciudades actuales, me doy cuenta de que, a pesar de la abundancia de templos y lugares de culto, estamos lejos de vivir los valores que la fe cristiana propone. La codicia y el acaparamiento de recursos muestran que muchos tienen un corazón distante de Dios, incluso si comulgan frecuentemente o tienen dones espirituales. Las prácticas extorsivas, tan comunes hoy, evidencian esta distancia, pues nadie que crea en Dios puede pretender beneficiarse injustamente del trabajo ajeno.
Estoy convencido de que, si la fe no se manifiesta en las experiencias cotidianas, terminará recluida en templos que parecerán grandes museos o espacios de recreación emocional. Es crucial que, como creyentes, nos preguntemos si realmente estamos viviendo según los valores que Juan el Bautista proclamó y que Jesús de Nazaret llevó a su plenitud. ¿Estamos comprometidos con la justicia, el amor y el perdón en nuestra vida diaria? Sólo así se puede vivir con fe.