Pocos escritores colombianos habían descendido a las honduras brutales de la Conquista. Y menos aún con la disciplina investigativa y la clarividencia poética de William Ospina. No en vano afirma estar persuadido de la sentencia según la cual «los historiadores escriben libros de historia para que los escritores se los cuenten a la gente».
Si se pudiera sintetizar en una sola frase la fórmula generadora de toda la novela, diría que no es otra que «hacer sentir el pasado con la eficacia del lenguaje de hoy».
La novela está narrada por un amigo seis años mayor que el protagonista, un mestizo plenamente consciente de su proceso narrativo que se debate, como muchos de los personajes de Borges, en la discordia de dos linajes, la Europa civilizada y la América bárbara confluyen en su sangre.
«Toda mi vida —confiesa el narrador— he vivido la discordia de ser blanco de piel y de costumbres, pero indio de condición». Lo cual le confiere a su monólogo una doble perspectiva que enriquece la polifonía de la novela.
El narrador comienza advirtiendo: «yo podría contar cada noche del resto de mi vida una historia distinta, y no habré terminado cuando suene la hora de mi muerte».
William Ospina se propone superar la linealidad del discurso de las Crónicas de Indias y elabora una compleja filigrana de acontecimientos simultáneos que sin embargo brotan con la fluida naturalidad de las culturas orales primarias, porque, como dice el novelista, «hoy no queremos seguirle el curso a un solo destino y a una sola secuencia de hechos, sino vivir el asombro de lo complejo y de lo múltiple».
En las páginas de Ursúa, desfilan de cuerpo entero los más connotados paladines de la crueldad. Ahí están Heredia, Belalcázar, Jiménez de Quesada, los hermanos Pizarro, Alonso Luis de Lugo, Pedro de Ursúa y una interminable recua de guerreros implacables y malandrines sin escrúpulos.
Es posible que algunos lectores perciban cierto maniqueísmo en la representación severa de unos españoles malvados devastando a sangre y fuego, a caballo y con perros comedores de testículos, un paraíso de indios valientes cuya más prominente representación en la novela sería el gallardo francisquillo, el niño guerrero de los yariguíes que les enviaba alimentos a los maltrechos españoles antes de combatirlos con toda ferocidad, pues aunque los odiaba más que a cualquier cosa en el mundo, «no consideraba decente y digno pelear con enemigos que se encontraran en malas condiciones, débiles o hambreados. Por ello procuraba alimentarlos bien, para que estuvieran en condiciones de pelear con vigor, y para que fuera verdaderamente honroso derrotarlos»
La novela de William Ospina, en todo caso, está muy lejos de las simplificaciones del resentimiento y la denuncia. «Un relato escrito con amor en castellano —dice el autor— no puede ser un rechazo a la cultura occidental. Es una muestra de la sensibilidad de esa cultura, de su capacidad de mirar críticamente sus propios excesos».