Me gustan los salmos bíblicos porque son poesía, y la poesía es el lenguaje de lo sublime, donde las imágenes alcanzan a expresar lo que no cabe en argumentos ni cifras aritméticas. Pero también me gustan porque son oración, el diálogo desde la cotidianidad que se hace con Dios. Imagino que sus procesos de construcción debieron ser experiencias hermosas, en las que los autores expresaban sus miedos, angustias, confianza y esperanza; en una palabra, su fe.
En alguna época, en el Seminario Regional, fui profesor de Salmos. Un atrevimiento, considerando mi pobre conocimiento del hebreo, pero una experiencia enriquecedora que me permitió sumergirme, con disciplina y pasión, en los mejores autores que han tratado de explicar ese mundo sapiencial bíblico. Aprendí algunos de memoria y los recito en momentos de angustia, o simplemente cuando la mente quiere correr por caminos que no me convienen.
El Salmo 27 es uno de mis favoritos. Me fascina cómo en él se expresan dos experiencias humanas esenciales: la confianza extrema (versículos 1-6) y el miedo indescriptible que explota en súplicas intensas (versículos 7-13).
Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no teme; aunque me asalten las tropas, continuaré confiando.
Esto solo es posible desde una relación íntima con Dios, desde un conocimiento experiencial de su poder y misericordia, desde la vivencia de haberse sentido amado, protegido y nunca defraudado. Es la confianza del creyente. No del que solo se sabe el catecismo y se sumerge en normas que garantizan a la institución el control total, sino del que conoce y se relaciona con Dios desde la sinceridad de la vida.
Es la confianza que nace de experimentar cómo Dios está a su favor. Esa certeza lo hace capaz de enfrentar la vida y seguir adelante, sabiendo que siempre encontrará caminos para crecer y acercarse a su propósito.
“Escucha, Señor, mi voz que te llama; ten piedad de mí, respóndeme. Mi corazón dice: ‘Tu rostro buscaré, Señor; no me ocultes tu rostro’.”
No sé en qué situación adversa estaba quien escribió esta súplica, pero sí sé que su miedo se vuelve oración. Sabe que, en la presencia de Dios, todo es más llevadero, todo puede solucionarse. No es la súplica del fariseo que reclama porque ha cumplido la ley y cree merecer la bendición, sino la de aquel que se sabe amado, cuidado y bendecido.
Cuando rezo este salmo, siempre me lleno de serenidad. Comprendo que podré seguir, que las heridas sanarán, que lo quebrado se restaura, que lo oscuro se iluminará y que encontraré el camino que necesito para realizarme. No he visto acciones mágicas, pero sí he sentido el poder de Dios.
@Plinero