Llueve a cántaros en Bogotá. El frío se me cuela hasta los tuétanos, venciendo la ruana que me regaló un campesino boyacense y que guardo con cariño. Tengo en las manos un pocillo con chocolate caliente que me ayuda a luchar contra el frío. Las sombras de la noche comienzan a cubrir las montañas frente a mí, y las calles se van vaciando de los carros que las ocuparon durante el día. Siento que es el momento para hablar con Dios.

Cierro los ojos, escucho las gotas de lluvia caer y abro mi corazón para sentir su presencia aquí y ahora. Comienzo a contarle mis miedos y preocupaciones. Le digo que me asusta el fanatismo con el que estamos viviendo, que me inquieta esa creencia de que el conflicto es el motor del crecimiento y que, por ello, algunos viven tratando de eliminar al que piensa distinto. Me preocupa que ciertos líderes crean que la violencia es válida para alcanzar sus objetivos, y me llena de desazón ver a quienes buscan destruir las instituciones que pueden garantizar relaciones más justas y equitativas.

En ese momento vienen a mi mente un texto bíblico que siento como una respuesta de Dios: “Tengan valor y firmeza; no tengan miedo ni se asusten cuando se enfrenten con ellas, porque el Señor su Dios está con ustedes y no los dejará ni los abandonará” (Deuteronomio 31,6). Creo que ese “ellas” hoy se refiere a las adversidades, a las complejidades de este momento, a las enfermedades, a las carencias. Y siento que Dios me recuerda que no puedo romperme fácilmente, que debo ser valiente y actuar desde mi fe en Él. Esa palabra me hace sonreír y, por un instante, es como si estuviera aquí, a mi lado, dándome calor.

No alcanzo a decir algo cuando otro texto llena mi mente: “No tengas miedo, pues yo estoy contigo; no temas, pues yo soy tu Dios. Yo te doy fuerzas, yo te ayudo, yo te sostengo con mi mano victoriosa” (Isaías 41,10). Entiendo que no me va a sobreproteger, que tengo que hacer mi parte: gestionar mis emociones, tomar las mejores decisiones y sostener, con carácter, aquello que considero bueno y justo. Pero, aun así, me siento especial en este momento. Vuelvo a sonreír y le doy gracias por todas sus bendiciones y por este instante tan especial.

Quiero seguir conversando, pero en ese momento suena el timbre. Es Alcy, que llega de trabajar, empapada por la lluvia. Me ve sonriendo y me pregunta por qué. Le digo que Dios me ha recordado que estoy en sus manos y que todo estará bien. Ella me abraza y me dice: “También yo creo eso”. Necesitamos más momentos así para no dejarnos arrastrar por la desesperanza que, a veces, nos transmiten las noticias y todo lo que pasa.

@Plinero