Hace mucho quería escribir sobre una mujer de letras, una mujer de talento, una que —como se dice en los círculos beisboleros— literalmente la sacó del estadio por el jardín central: la escritora española Irene Vallejo, autora del ensayo El infinito en un junco (2019), libro espléndido que con justicia la catapultó a la fama, los premios, los viajes, las traducciones y el reconocimiento internacional. Este ensayo, publicado justo antes del confinamiento, ha superado las 50 ediciones solo en España, ha sido traducido a más de 40 idiomas y se ha publicado en más de 60 países.
Su autora, nacida a orillas del río Ebro, en una ciudad ibérica de más de dos mil años de antigüedad, donde las legiones de César Augusto pusieron su bota, estudió Filología Clásica y obtuvo el doctorado por las Universidades de Zaragoza y Florencia. Por fortuna su escritura no exhibe la horrible «tecnolexia» que caracteriza a los académicos de pura sangre, es decir, a los ilegibles.
Acaso por ello, su ensayo sobre La invención de los libros en el mundo antiguo exhala encanto, poesía y erudición. El libro, escrito en circunstancias adversas, como la autora ha señalado, ha recibido una extraordinaria acogida entre la crítica especializada y los lectores comunes y se ha convertido en un éxito internacional, en un auténtico fenómeno editorial moderno.
El ensayo de Irene es de largo aliento, una crónica fascinante de más de cuatrocientas cincuenta páginas, sobre la historia del libro, esa prodigiosa extensión de la memoria y de la imaginación, como lo predicó Borges. El infinito en un junco es, en realidad, una novela de aventuras, un viaje a la semilla del conocimiento, una fábula sobre poetas, conquistadores, faraones, emperadores, malandrines, bibliotecas, museos, faros, tablillas de arcilla, códices, amantes y traidores. Un trepidante viaje desde los confines de la oralidad hasta el advenimiento de la escritura. Es también una novela histórica y, como tal, una reflexión profunda sobre el presente y el futuro de la especie.
En el siglo II a. C. el rey Ptolomeo V, corroído de envidia, interrumpió el suministro de papiro egipcio buscando perjudicar a una biblioteca rival fundada en la ciudad de Pérgamo, actual Turquía. El quinto Ptolomeo se sentó a esperar a que el rey Eumenes apareciera en su Casa Blanca a besarle el trasero, pero no fue así. Lo único que consiguió su «demoledora medida comercial» fue impulsar un gran avance, perfeccionar la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero, que inmortalizó el nombre del enemigo: el pergamino.
Gracias a este ilustre antepasado de Donald Trump, cada vez que alguien toca las páginas de un códice, acaricia así mismo el lomo de un animal degollado, en solo unas semanas, como nos cuenta Irene, un cordero, una cabra e incluso una ardilla podía pasar de la vida en el prado o en el establo a convertirse en la piadosa página de un libro sagrado, acaso alguna biblia.