Admiré al Papa Francisco. Hay tres gestos suyos que viví en carne propia y que se me quedaron tatuados en la memoria desde aquel momento en la Plaza de San Pedro, cuando el cardenal Jean-Louis Tauran nos lo presentó. Las lágrimas me brotaron cuando, apenas asomado al balcón, agachó la cabeza y pidió al pueblo de Dios que orara por él. Ese gesto humilde y profundo nos mostró que entendía la misión como un servicio en comunión y desde la fe del Pueblo, no como una jefatura distante. No era un jefe de grupo, era un hermano mayor.

Recuerdo también su jovialidad y espontaneidad al saludarnos a todos los que estábamos allí reunidos. Él nos desinstaló a todos con su estilo directo, libre, profundamente humano.

Al día siguiente de su elección, en la rueda de prensa con los periodistas en la Sala Pablo VI, nos bendijo, pero no hizo la señal de la cruz. Dijo: “Aquí hay hermanos de otras religiones que debemos respetar en su conciencia y fe.” Me emocionó profundamente. Me hizo entender que la fidelidad a mi fe no exige despreciar la fe de los otros. Al contrario, la enriquece el diálogo, la hace más verdadera.

Por eso en estos días he estado triste por su partida y agradecido por su legado. Y como bautizado, y como ordenado que hoy no ejerce el ministerio, estoy orando por el próximo Papa. Le pido a Dios un obispo de Roma que, dócil al Espíritu, pueda liderar una Iglesia que responda con valentía a los desafíos que nos presenta este siglo. Que se ponga del lado de los más vulnerables. Que acoja a todos, sin discriminar ni condenar desde tronos de superioridad moral. Que proponga una liturgia que le hable al ser humano de hoy, sin exigirle vivir como si estuviéramos en el siglo 14.

Sueño con un Papa que entienda y viva la sinodalidad, que se aleje de los liderazgos autoritarios de algunos obispos, párrocos o ministros que se creen dueños de la Iglesia. Pido un Papa que lidere desde la fe, desde la oración, desde la humildad, la sencillez y el amor. No uno perfecto, sino uno profundamente humano. Que no quiera convertirnos en ángeles incapaces de gestionar nuestras emociones, sino que nos ayude a entender que la santidad es saberse habitado por el amor de Dios.

Espero un Papa que no se quede atrapado en papeles, rutinas y tradiciones estancadas. Que entienda que la vida se juega en la calle, en el transporte público, en los centros comerciales, en las esquinas del mundo. Que no confunda el Evangelio con las viejas costumbres, ni piense que vivir en el siglo XXI es una herejía.

Creo en el poder del Espíritu Santo, que actúa más allá de las estrategias humanas. Por eso, sí, lo digo con esperanza: espero un Francisco II.

@Plinero