Acababa de cumplir once años cuando un colombiano ganó por primera vez una etapa en el Tour de Francia. Como estudiaba de tarde, pude ver en directo la paliza que Lucho Herrera les dio a Bernard Hinault y Laurent Fignon en Alpe D’Huez. Hace una semana, contemplé con la misma emoción el vigésimo primer triunfo de un colombiano en la mítica carrera francesa, el de Daniel Martínez en la cima volcánica del Puy Mary.

Cuando ganó «el Jardinerito de Fusagasugá», las muertes provocadas por el Cartel de Medellín habían desembocado en el Estado de Sitio con que el gobierno se propuso plantar cara al narcotráfico. Ahora que gana «el Correcaminos de Soacha», las muertes provocadas por el coronavirus han desembocado en la Emergencia Sanitaria con que el gobierno se propuso plantar cara a la pandemia. Pero ni lo uno ni lo otro, narcotráfico y pandemia gozan a la fecha de inmejorable salud.

Dos días antes del triunfo de Daniel Martínez, una horda de policías mató a golpes en Bogotá al abogado Javier Ordóñez, logrando lo que parecía imposible: incrementar el caos en Colombia. Disturbios, infiltrados, disparos, más muertes. Y lo de siempre: la mitad del país con las víctimas; la otra mitad con las instituciones. Duque de policía, por si acaso.

Peter Waldmann afirma que las guerras entre liberales y conservadores no solo acentuaron la oposición «amigo-enemigo», sino que perpetuaron un tenebroso esquema de pensamiento: «la destrucción de los enemigos». Así, no hay rincón de Colombia donde no exista «una íntima enemistad entre dos o tres actores principales, sean individuos, clanes familiares o asociaciones organizadas que determinan la vida social y obligan a los demás actores a tomar posición y enfilarse». Por ello es tan difícil reconciliarnos, cooperar por objetivos comunes, dejar de encharcar la tierra con la sangre de nuestros hermanos.

Las pocas veces en que hemos logrado acariciar una idea de nación, ha sido gracia a nuestros héroes deportivos. Como cuando el director Sergio Cabrera tuvo la buena idea de hacer aquella mala película sobre dos bandos enfrentados que pactan una tregua para ver un partido de fútbol.

Con esto en mente, el domingo madrugué para seguir en directo la transmisión del Tour de Francia. Días antes, Nairo Quintana había alborotado el avispero sugiriendo una posible alianza colombiana para contrarrestar el sorprendente dominio esloveno. Pero mientras los rivales no tuvieron problemas para cooperar desde el primer día, pese a pertenecer a equipos diferentes, fue triste ver cómo los mismos colombianos se encargaron de sepultar la iniciativa.

Egan sucumbió, Nairo combate solo por su nombre, Rigo sufre. Por suerte, un «Supermán» de Sogamoso derrotó a los eslovenos en los Alpes y vuela con el cuchillo entre los dientes a la cronoescalada de mañana. Colombia es una tragedia, sí, pero el Tour es una epopeya fascinante, como ya lo dijo Roland Barthes, que expresa ese instante fugaz de la historia en que el héroe épico presiente una adecuación perfecta entre él, la comunidad y el universo.

En compañía de mi hijo, vislumbro la sonrisa de Carapaz en el techo de Europa y alcanzo a preguntarme: ¿Quién narrará esta gesta homérica si ya no está el poeta Arcila y nadie hace el cambio con Rimula? ¿Goga o Sábato? Es como escoger entre un Malbec de Mendoza y un Mezcal de Gusano.

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