Pocos dudaban de que este domingo era el día en el que Novak Djokovic igualaría las leyendas de Roger Federer y Rafael Nadal y, si quedaba alguna incertidumbre, el serbio, con todos los argumentos ya a favor de ser el mejor de la historia, desarmó al aguerrido y luchador Matteo Berrettini (6-7 (4), 6-4, 6-4 y 6-3) y sumó su sexto Wimbledon, elevando su marca de títulos del Grand Slam hasta los veinte.
Era el día para que el de Belgrado, el número uno del mundo, diera un paso más en su mordisco a la historia. La jornada para igualar los registros del suizo y del español, para ser el primer hombre, desde Rod Laver en 1969, en ganar los tres primeros Grand Slam del año, para ser el quinto de la Era Open y el primero desde Nadal en 2010, en hacer el Canal Slam, es decir, el doblete Roland Garros y Wimbledon, para quedarse a solo un título de igualar los siete de Pete Sampras y William Renshaw.
Fue el día para que ‘Nole’ demostrara que está listo para asumir el cetro. Enfrente, un Matteo Berrettini inexperto en este escenario, en esta clase de finales, pero dispuesto a dar guerra, a mostrar orgullo. El primer italiano en llegar hasta una final aquí, el primero de su país en perderla. Nadie hubiera apostado por su triunfo en una plaza en la que Djokovic solo ha entregado una de las siete finales que ha disputado, ante Andy Murray en 2013, el día de la redención británica, pero dio una buena batalla y coqueteó con la sorpresa.
Al serbio le costó tres juegos aclimatarse. En cuanto Berrettini abrió la puerta de las oportunidades y dejó de meter primeros, Djokovic se comió la pista. El primer 'break' era mortal para un italiano cuyas opciones pasaban por hacer el partido perfecto y rezar.
Tuvo unos inicios dubitativos, en los que cada vez que el punto se alargaba, sus opciones se achicaban y que ganara un intercambio era poco más que un milagro. No era tanto fruto de sus nervios, sino de la superioridad del que se sabe mejor. Diecinueve Grand Slams a un lado, cero al otro. La presión era insalvable.
Berrettini necesitó salvar una pelota de set y un juego de diez minutos de duración para darse cuenta de dónde estaba. Neutralizó la ventaja serbia y peleó hasta el final un set que era clave. De ahí la importancia de un Tiebreak que Berrettini selló con un ace. Djokovic había tenido bola para 6-2 y de repente estaba set abajo.
Reaccionó, no le quedaba otra. Se llevó el segundo set por 6-4, pero después de volver a ceder su saque cuando pudo cerrarlo por 6-2. Berrettini era una lapa en la pista, un hombre que tenía fe, que creía que podía dar la gran sorpresa. Con las espadas en todo lo alto, el italiano comenzaba a ceder ante la oportunidad de su vida.
En el tercer set, el que definiría el partido, Djokovic volvió a coger ventaja. Se puso 3-2 y saque y ahí se fueron las últimas opciones de Berrettini. Dos pelotas de 'break' mortales, una de ellas frenada en la red en un 'passing' a priori fácil, le ponían al borde de perderlo. Por mucho que la hinchada estuviera a su favor y que un cartel de 'It's Coming Rome' apareciera en uno de los fondos, augurio del día tan importante que era para Italia.
Pero Djokovic ya lo tenía. En muy pocos universos paralelos se le escapaba esto. El de Roma no le perdió la cara. Vio irse el tercer set y mantuvo a raya a Djokovic hasta el séptimo juego del cuarto. Cuando la presión es máxima, es imposible derribar al serbio. Aceleró lo justo para quebrar, llevarse los últimos cuatro juegos y reinar en Londres, por sexta vez.
Djokovic ya es el hombre con 328 semanas como número uno, más que nadie en la historia, el único en haber ganado en la Era Abierta los cuatro Grand Slam al menos dos veces, el único que tiene los nueve Masters 1.000 y el que más de ellos posee (36), junto a Nadal.
Está a dos torneos, los Juegos Olímpicos y el próximo Abierto de Estados Unidos, de ser el primer hombre en la historia en lograr el Golden Grand Slam, igualando el legendario 1988 de Steffi Graf. Incluso, si solo triunfara en Nueva York y no en Tokio, sucedería a Laver como el primer tenista en ganar los cuatro Grand Slam en un mismo año.
Sus argumentos como el mejor de la historia son ya casi inamovibles, pero su sed no cesa.