Esta lacerante crisis generada por la COVID-19 sigue su andadura por el mundo resquebrajando la frágil estabilidad de los usos y costumbres sociales, así como de los modelos de convivencia aprendidos y repetidos por generaciones en asuntos tan sensibles como los ritos mortuorios. Lo impensable ocurre cada día en un sitio distinto y distante, cadáveres incinerados en las calles de Guayaquil por sus mismos familiares ante la amenaza de contagio, cuerpos enterrados en parques y fosas comunes de Nueva York por la emergencia desatada por la pandemia o fallecidos que son conservados en el hielo de una pista de diversiones en Madrid porque no hay más espacio en las funerarias y crematorios.
Todo resulta tan surrealista que no basta con repetir la muy trillada frase “ya nada volverá a ser como antes” para tener la certeza absoluta de que esta tragedia global está dinamitando la estabilidad mental de millones de personas que no la vieron venir y que mucho menos podrán superarla fácilmente. Quienes están perdiendo a sus seres queridos, su seguridad familiar, su paz interior por la difícil situación económica y hasta la poca dignidad que aún les quedaba, van a necesitar Dios y ayuda para pasar página cuando se cierre este capítulo sin precedentes en la historia de cada ser humano.
Son muchos los frentes abiertos en los que no se puede bajar la guardia ni por un segundo, hay que seguir haciendo un esfuerzo colectivo de enorme envergadura para contener la expansión del virus, fortalecer el sistema de salud para afrontar la embestida más impetuosa de la curva, incrementar el número de pruebas y dar inicio cuanto antes a la realización de los test rápidos e investigar para saber más del enemigo invisible con la esperanza de encontrar prontamente una vacuna efectiva.
Pero además, hay que atender las inaplazables necesidades de millones de personas vulnerables, migrantes, trabajadores independientes, familias de todos los estratos que perdieron uno o todos sus ingresos, pequeños y medianos negocios que están asfixiados en deudas y grandes empresas a punto de tirar la toalla. Después de darlo todo y luego de que pase la tormenta parecerá que no se hizo nada. Los retos de la reconstrucción económica serán inconmensurables.
Hay un desafío adicional del que muy poco se habla y merece ser visibilizado para definir estrategias orientadas a sanar las heridas o cicatrices que se están abriendo durante el prolongado período de aislamiento obligatorio. La endeble salud mental de los colombianos, sometida a permanentes episodios de estrés postraumático, está hoy en un gran riesgo. La ansiedad y el temor por el momento actual o por el futuro incierto están golpeando el bienestar de personas que se encuentran expuestas al virus porque deben estar en las calles cumpliendo una labor esencial o confinados en sus hogares donde pueden estar sometidos a todo tipo de maltratos, abusos o emociones negativas producto de su soledad, lejos de familia y amigos.
El bienestar y la calidad de vida en espacios académicos, laborales o sociales ya no existen hoy para millones de personas confinadas en sus hogares lidiando con problemas y factores socioeconómicos, emocionales y físicos que amenazan con romper cualquier equilibrio, aún el de los más estables y firmes. Todavía más penosa puede ser la situación a la que están abocados los colombianos diagnosticados con depresión – 5 de cada 100 – y con ansiedad – 3 de cada 100 -, según el Ministerio de Salud.
En un momento en el que todo es prioritario en materia sanitaria y económica, hay que gestionar nuevas estrategias de prevención, tratamiento y recuperación de los padecimientos que muchos están afrontando y los que se pueden acelerar. El reforzamiento del sector salud también debe incluir el bienestar mental de los colombianos. Velar por la regulación de sus estados de ánimo es fundamental y no puede seguir siendo una asignatura pendiente.
Hoy nada resulta claro, pero el único camino que queda para no naufragar en el mar de incertidumbres en el que la pandemia inundó al mundo es el que conduce a seguir adaptándose a este frenético ritmo de realidades tan cambiantes como complejas para ser capaces de resistir a lo que aún está por venir, pero se necesita una mano cercana y muchos no la tienen. También hay que pensar en ellos.