Cuarenta y cinco horas demoró Jair Bolsonaro en romper su atronador silencio, tras su incontrovertible derrota electoral del pasado domingo. Midiendo cada una de sus palabras, pronunció una declaración ambigua de apenas dos minutos, en la que evitó reconocer el triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva, pero confirmó al menos que “seguirá siendo fiel a la Constitución”, dando luz verde a la transición. No tenía opción democrática distinta. Las urnas habían hablado otorgando, así fuera por un estrecho margen de menos de dos puntos, la victoria a su rival.

Con la certeza absoluta de que no existía vuelta atrás, la comunidad internacional arropó al ganador de la contienda, los militares permanecieron en sus cuarteles, los empresarios e industriales reconocieron la legitimidad de los comicios y el Tribunal Supremo, actuando con rapidez para conjurar cualquier amenaza de inestabilidad promovida desde la derecha, declaró a Lula electo.

Su sospechoso mutismo, por tanto, resultaba insostenible.

De modo que, pese a su consabida deriva autoritaria, el capitán retirado pareció haber aceptado su aislamiento. Instigar o inducir arrebatos sectaristas contra el orden constitucional del país que aún gobierna habría provocado no solo una inconcebible catástrofe colectiva entre sus simpatizantes, sino su propia muerte política.

Preservar la institucionalidad vigente es lo mínimo que cabría esperar en un escenario de extrema tensión. Sin embargo, el riesgo de turbulencias aún continúa, sobre todo porque el fantasma del asalto contra el Capitolio de los Estados Unidos, en enero de 2021, a instancias de otro reconocido líder autócrata, el también derrotado Donald Trump –tan admirado por Bolsonaro-, no desaparecerá del todo del firmamento de Brasil hasta el inicio del nuevo mandato, el 1 de enero de 2023.

En consecuencia, queda mucha tela por cortar y Lula tendrá que seguir movilizando a sectores progresistas y del centro, tanto a sus figuras relevantes como a la ciudadanía en general, alrededor de la alianza prodemocrática que hizo posible su triunfo.

Con un ojo puesto en el ególatra de Bolsonaro y otro en la Policía Federal y las Fuerzas Armadas, el dirigente del PT debe asegurar su gobernabilidad. No lo tendrá fácil teniendo en cuenta que el Congreso estará dominado por la oposición y buena parte de los gobernadores son bolsonaristas. Aunque lo más complejo será, sin duda, conducir los destinos de una sociedad fracturada, al igual que enfrentada, efecto de los reiterativos ataques de su antecesor a las instituciones.

Las multitudinarias manifestaciones de las últimas horas son muestra de esa ruptura que deberá tramitar con razonable moderación el dos veces presidente, al que le espera, además, una extensa lista de crisis socioeconómicas y ambientales pendientes, luego de la desastrosa gestión de Bolsonaro en asuntos cruciales como la atención de la pandemia y la defensa de la Amazonía.

Pero no todo termina ahí.

Lula tendrá, por un lado, que disipar temores o reticencias frente a su propia figura aún asociada a hechos de corrupción. Y, por el otro, tendrá que encarar el discurso autoritario, clasista y machista afianzado por su antecesor, que erosionó la cultura democrática del país.

Lula ganó, está claro, pero el bolsonarismo, como el trumpismo en Estados Unidos, no desaparecerá tras el ascenso del nuevo gobierno. Salir del laberinto no será sencillo.