Barranquilla se define por muchas cosas e, indudablemente, una de las más representativas es su Carnaval. Que el Distrito presente al Congreso de la República una iniciativa legislativa encaminada a conseguir nuevos recursos, a través de la creación de un fondo parafiscal, que se invertirían en fortalecer la labor de los hacedores es una buena noticia. Son ellos quienes dan fundamento y, sobre todo, garantías de futuro a este evento que acelera su expansión de un modo veloz, como ratificaron las impresionantes cifras de 2023.
Si los grupos folclóricos, asociaciones de disfraces, de artesanos, músicos, danzantes, agentes de industrias culturales u operadores logísticos ganan, la sociedad en su conjunto también cantará victoria, porque el Carnaval adquirirá mayor relevancia estratégica en el horizonte global. Encaramos una oportunidad de oro que conviene asumirla con una ambiciosa visión de futuro. Ni más ni menos.
Lo peor que podría pasarnos es que el Carnaval se nos muera de éxito. Retrasos en los desfiles, quejas de los hacedores por la excesiva participación de patrocinadores privados que los terminan relegando en el orden de los recorridos para los que se preparan durante meses y, por supuesto, el malestar o incomodidad de espectadores, tanto locales como foráneos, son señales claras y preocupantes que demandan no solo ajustes en la organización, sino un replanteamiento general sobre cómo deben estructurarse las fiestas para preservar su identidad patrimonial, mientras se busca que sean cada vez más sostenibles, innovadoras, inclusivas e internacionales.
Lo más retador será lograr un equilibrio entre la defensa de la tradición, en la que se sustenta todo, y el carácter comercial inherente a las carnestolendas que en sí mismas cuentan con una capacidad descomunal para irrigar mucho dinero a distintos sectores: desde los formales hasta los empresarios de la economía popular.
De modo que las respuestas deben ser múltiples. Cazarse con una sola sería insensato. Para empezar, habría que escuchar a los protagonistas del Carnaval. Si alguien tiene conocimiento, experiencia, además de verdadero interés por defender la continuidad de las fiestas, que han sido parte de sus vidas y las de sus familias –en ocasiones durante generaciones–, son ellos.
Abrirse a posibilidades, hasta ahora no contempladas, como más desfiles nocturnos, horarios extendidos, modificaciones en la programación o recorridos por nuevos sectores de la ciudad resulta válido. Cuestiones que vale la pena incorporar a la imprescindible conversación que se abordará en los próximos días y en la que innovar no tendría que ser una contraindicación en la estrategia de mejora que construirá un modelo de progreso.
El Carnaval es uno solo. Evaluarlo por localidades o medir su impacto de acuerdo con los resultados de sus operadores debe ser cosa del pasado. Quien insista en hacerlo pierde el tiempo porque su inatajable dimensión es la que señala hacia dónde nos tenemos que encaminar. Casi 670 mil turistas que gastaron 58 % más que en los años anteriores es un buen punto de partida. No son previsiones optimistas, sino realidades concluyentes. Pese al parón de la pandemia, comparando 2019 con 2023, el aumento de visitantes fue superior a 120 %, mientras los hacedores se mantienen en 30 mil.
Por consiguiente, uno de los retos de futuro convoca a la ciudadanía, no solo a las autoridades o directivos, a trabajar por una articulación funcional entre las diferentes vertientes de las fiestas, cada una con oportunidades potenciales para crecer, generar empleo, ingresos, aumentar ventas o gestar experiencias. Este debate sobre cómo engrandecer el Carnaval que se abre en Barranquilla es el que también reclaman otras ciudades sedes de importantes eventos folclóricos o culturales, como contamos hoy en EL HERALDO.
Afrontamos las mismas carencias. Para que estas no se sigan ahondando, nuestros congresistas tendrían que asumir este alegato como propio para impulsar proyectos de ley que den renovados aires a la cultura o al turismo: motores de transformación socioeconómica del que dependen millones de compatriotas. Asegurar que se queden con buena parte de los ingresos que generan con su talento es un acto de justicia social que el Gobierno del Cambio podría valorar ya con buenos ojos.