Estupor. Nada distinto a un intenso sentimiento de indignación, rabia y desconsuelo creció entre los colombianos tras conocer el brutal ataque del Ejército de Liberación Nacional (ELN) contra una unidad del Ejército en el Catatumbo. Mientras dormían, nueve militares fueron masacrados con explosivos y disparos de fusil. Siete de ellos eran jóvenes de menos de 23 años, casi todos oriundos de la región Caribe y, al menos cuatro, miembros de la etnia wayuu. No es banal ni puede pasar desapercibido su origen que agrava mucho más este incidente nefasto en sí mismo.
De hecho, el Consejo Superior de Palabreros aseguró que había alertado a la Fuerza Pública sobre los riesgos de reclutar a nativos por su extrema vulnerabilidad. Precisamente por ello resulta paradójico que integrantes de pueblos indígenas, caracterizados como sujetos de especial protección constitucional, sean las principales víctimas mortales de esta demencial matanza en Norte de Santander. Sacarlos de la guerra y preservar de ella sus territorios ancestrales no puede seguir siendo una cuestión postergada de manera indefinida en la que los Ejecutivos de turno, sin importar sin son de derecha o de izquierda, terminan por rehuir su responsabilidad.
Tampoco debe hacerlo el ministro de Defensa, Iván Velásquez, quien reconoció la gravedad de lo sucedido, pero se quedó corto al ofrecer luces u orientaciones claras sobre los pasos a seguir. Si bien es cierto que el hecho constituye un atentado directo a la construcción de confianza en la oscilante negociación con el ELN, el más serio desde que esta inició, aquí la gran incógnita que comparten numerosos sectores del país es si existe o no una estrategia de seguridad y defensa en el marco de la paz total del Gobierno del Cambio. Porque tal parece que el silencio de los fusiles, los patrullajes restringidos o las reducidas labores de inteligencia estarían siendo las únicas respuestas, ambiguas además, que se perciben en la dinámica diaria de soldados y policías que sin liderazgo ni conducción estratégica han comenzado a dejar vacíos en los que al final predomina el desconcierto, lo que alimenta una sensación de permanente incertidumbre.
En un escenario tan volátil como el actual, si una unidad militar carece de mínimos mecanismos de protección, sea por laxitud de sus protocolos, errores de cálculo o excesiva confianza, que derivan en fatalidades, como le ocurrió a los soldados en el Catatumbo, ¿qué se puede esperar de la seguridad de comunidades en territorios donde el ELN, Clan del Golfo, Estado Mayor Central (EMC) u otras organizaciones armadas ilegales –vinculadas o pidiendo pista a la paz total– hacen presencia? Al margen de los infructuosos ceses al fuego, si no se producen hechos reales para desescalar el conflicto, como demanda la gente, difícilmente se propiciarán condiciones para el diálogo. Como si fuera una bomba racimo o de fragmentación, el ataque de los elenos podría ahondar aún más el recelo de quienes se sienten decepcionados o burlados por una iniciativa empantanada debido al doble lenguaje de los violentos que no se cansan de sabotearlo todo.
La ciudadanía, que no traga entero, empieza a apartarse y si la más importante apuesta política del Gobierno pierde legitimidad la fractura en gobernabilidad podría hacerse sentir en la aprobación de las reformas sociales en el Congreso y en las elecciones regionales de octubre. Ahora que ha anticipado que no se levantará de la mesa ni congelará los diálogos, el Gobierno debe calcular sus acciones con cabeza fría, en especial en términos de seguridad, porque el ELN insiste en que mantendrá sus acciones militares en vista de que, y en ello tiene razón, no existe acuerdo sobre el cese al fuego. Acelerarlo es fundamental. También lo es determinar criterios o vías de entrada, con interlocutores válidos, para quienes buscan aterrizar en la paz total.
Lo sucedido en días pasados en EL HERALDO, cuando ingresó a sus instalaciones una persona solicitando la publicación de un mensaje de Digno Palomino, otrora uno de los jefes de la estructura criminal de ‘Los Costeños’, ahora líder de ‘Los Pepes’, resulta una intolerable intimidación al libre ejercicio de la libertad de prensa. No solo porque lo hizo con individuos armados, que a la postre resultaron ser integrantes de esquemas de seguridad de la Unidad Nacional de Protección (UNP), lo cual desconocíamos por completo. También porque según indicó a un grupo de periodistas de esta casa editorial buscaba con la información que él mismo había recolectado, en diálogo con el propio Palomino, enviar un mensaje al presidente Gustavo Petro y al comisionado de Paz, Danilo Rueda, sobre su interés de sumarse a la paz total.
En medio de la rueda descabalada de la iniciativa del Gobierno del Cambio, como ocurre en el caso de la seguridad, es lícito cuestionarse hasta qué punto su dispersión comienza a sentirse en los terrenos de la libertad de prensa y de expresión. Los periodistas de El Heraldo, víctimas de esta presión indebida e injustificable, por la forma y el fondo como se registró, alzamos nuestra voz de protesta. Este reclamo no es un relato periodístico ni una queja sin sentido. Lo que pasó lo valoramos como una inaceptable pretensión de coartar nuestra libertad e independencia, así como un intento de marcar agenda. Fueron momentos de zozobra. Pero altivamente seguimos adelante sin concesiones al crimen organizado, peligrosamente tolerado en distintos frentes. Eso sí, exigimos garantías al Gobierno nacional y a las diferentes instancias gubernamentales competentes en materia de seguridad y protección ciudadana. El incidente que nos tocó asumir no se puede repetir en ninguna redacción del país. Por ello, lo hemos denunciado ante la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) y ante la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). No nos movemos de donde estamos. Para detener una escalada en contra del periodismo se requiere una política integral de seguridad, que a la fecha brilla por su ausencia.