Chile conmemora los 50 años del golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende dividido por las antagónicas visiones de lo que este ha representado para su historia. Bien lo dijo el actual mandatario, Gabriel Boric, el “ambiente está eléctrico, cargado”, debido al peligroso retroceso democrático expresado de distintas maneras.
Ciertamente, el actual clima político en el país se percibe complejo, alterado, por la pugnacidad de los discursos de quienes, por un lado, justifican de forma abierta el golpe militar liderado por el general Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973 y, por otro, de quienes reclaman que se reconozcan y condenen las masivas violaciones de los derechos humanos cometidas durante su brutal dictadura de 17 años, que dejó más de 40 mil víctimas de crímenes, como desaparición forzada, torturas, secuestros y abusos sexuales. 3.200 personas fueron asesinadas. A día de hoy, de 1.162 de ellas no se sabe absolutamente nada.
Sin desbarrancar al nivel de odio político extremo, principal detonante del quiebre institucional que propició en ese momento el derrocamiento del presidente Allende, a sangre y fuego, y del abrupto final de su Unidad Popular, Chile transita hoy por una senda de polarización en la que los negacionistas de la memoria intentan reescribir la historia. O, al menos darle la vuelta para validar el sinsentido del golpe.
Su objetivo, como resulta evidente, trata de justificar, desconocer o negar el legado de absurda violencia establecido por el régimen militar y, como no, su temible policía política, la Dina. Este es, sin duda, el signo más alarmante del nuevo tiempo político, en el que la crispación aparece a la orden del día, impidiendo consolidar una sola voz en esta fecha.
Ni reconciliación, ni heridas sanadas, ni mañana sin ayer, haciendo alusión a la propuesta presentada en 2003 por el entonces presidente de Chile, Ricardo Lagos, para garantizar verdad, justicia y reparación social para las víctimas, mientras se fortalecería a la sociedad y a sus instituciones con el propósito de evitar que la catástrofe de las violaciones de derechos humanos, derivadas del golpe militar, volvieran a ocurrir. Mensaje de madurez, de máximo acuerdo, que parece se llevó el viento.
Quizás es que nunca encontró asidero en determinados colectivos que ahora con la irrupción de “referentes políticos disruptivos”, como estiman estudiosos del tema, se rebelan contra lo que han decidido llamar la “tiranía de la corrección política”.
Es lamentable que el sentido de humanidad se pierda con tanta ligereza. Lo que está detrás de la lucha de quienes demandan consensos, justicia y un presente de libertad es la irrenunciable defensa por los derechos humanos, la democracia y la paz, valores demasiado frágiles, como se sabe bien en nuestro contexto latinoamericano. Resulta innegable desconocer que la derecha, fortalecida por sus recientes triunfos electorales, ha adquirido un peso relevante en el escenario político, en especial desde que gobierna el progresista Gabriel Boric, quien ha cometido errores -también irrebatibles-, como intentar adueñarse ideológicamente del proyecto de redactar una nueva Constitución. Esta quedó tan desequilibrada que causó un profundo rechazo en las urnas.
En un país donde el 70 % de sus 19 millones de ciudadanos no había nacido cuando se produjo el golpe y el 40 % estima que el derrocado presidente constitucional Salvador Allende fue el responsable de lo sucedido, el despliegue de un nuevo Plan de Búsqueda, Verdad y Justicia, puesto en marcha por Boric, se anticipa desafiante, pero es lo correcto.
Familias de las víctimas lo valoran como una “necesidad ética, política, moral y de justicia” en una coyuntura difícil en la que los representantes de la extrema derecha han llegado a catalogar como “leyenda urbana” la violencia sexual ejercida contra las prisioneras políticas. Si esto no es odio, qué más podría serlo.
Medio siglo tras el golpe y transcurridos 33 años desde el inicio de la transición democrática, las heridas no se cierran, producto de irreconciliables posturas políticas y sociales que han alentado nuevas rupturas. Faltan actos de unidad nacional, cuando más se necesitan. Boric se desdibuja al no ser capaz de darle forma al cambio que las calles exigieron en 2019, la contracción de la economía este año no se lo hará más fácil.
El auge del conservadurismo, cuando no de la extrema derecha, amenaza con desvanecer la memoria de su tragedia política. Parece que cada quien contará la historia que mejor se ajuste a su relato.
Colombia tendría que verse en ese espejo para jamás renunciar a buscar el diálogo y el consenso en defensa de los derechos humanos, el Estado de derecho y la democracia, inamovibles que a tantos, aquí y allá, les han costado la vida.