En la construcción democrática de participación equitativa de mujeres y hombres en política, Colombia sigue bastante rezagada. Solo el 16 % (978) de quienes aspiran a ser elegidos (6.108) como alcaldes este 29 de octubre son mujeres. En el caso de las gobernaciones, más de lo mismo. Se inscribieron apenas 45, que equivale al 18 % (246). Una de ellas es Verónica Patiño, de Fuerza Ciudadana, quien busca llegar a la Gobernación del Atlántico. Pese a que en Colombia somos 105 mujeres por cada 100 hombres, tan solo el 39 % del total de los 128 mil aspirantes a los cargos en disputa son mujeres. Y de esas 50 mil, 40 mil compiten por un puesto en los concejos.

En definitiva, las cifras oficiales de la Registraduría, de cara a los próximos comicios regionales, reflejan la alarmante, persistente y oprobiosa desigualdad de género con la que debe lidiar más del 51 % de la población colombiana que, a decir verdad, no muestra demasiado interés en dar el salto a la vida pública porque no cuenta con las suficientes garantías en igualdad de condiciones y libre de violencias para someterse a un ejercicio político en el que su vida será escrutada con un sesgo claramente machista. Este es, sin lugar a dudas, el principal obstáculo que hace desistir a las mujeres de buscar representación en alguno de los espacios que ofrece nuestra democracia.

Más allá de sus secuelas en la salud mental, emocional y física de sus víctimas, las manifestaciones de violencia política de género, una problemática tan latente como generalizada en los distintos ámbitos públicos, envían un mensaje devastador a las mujeres, buena parte de ellas jóvenes, que aspiran a edificar sus carreras en los círculos políticos. Hace ver que son ambientes hostiles o rudos, reservados solo para los hombres, donde ellas no tienen cabida, a tal punto que obstaculiza e impide el ejercicio de sus derechos políticos y electorales. Se equivocan los que estiman que se trata de un asunto de unas cuántas mujeres con ganas de figurar. Esta es una percepción mezquina que desconoce la gravedad de una crisis de derechos humanos que erosiona la calidad de la democracia. Si no se aborda de manera efectiva, seguirá agudizándose.

Dicho de otra forma, es lamentable que adversarios políticos u oponentes ideológicos empleen esta burda estrategia de dominación masculina para silenciar la voz de las mujeres, tratando de aleccionar las o disciplinarlas por haberse atrevido a rivalizar con ellos. Peor aún, cuando son los mismos compañeros de partido político de la víctima, al igual que sus colegas de corporación pública los que optan por invisibilizar, cuando no normalizar esta forma de violencia. No faltan, incluso, los que estiman que las agresiones verbales, acosos digitales, amenazas de ataques sexuales o contra su familia, cuestionamientos sobre su físico, manera de vestir, edad, forma de hablar o aspectos de su vida privada, son el peaje o el precio que deben pagar por estar ahí. Difícil hallar una forma más ruin de destruir, aniquilar o disminuir a las mujeres en política.

Este es un asunto transversal a la democracia misma que demanda no solo teoría, o lo que es lo mismo, normas legislativas que protejan a las víctimas contra la violencia política de género. Siempre harán falta, por ejemplo, las cuotas de género que cumplen un propósito para equilibrar la balanza. Sin embargo, su efectividad para prevenir, atender o sancionar las diferentes expresiones de esta violencia será limitada si no se acompaña de otras medidas que erradiquen las narrativas machistas o excluyentes hacia las niñas y mujeres que se elaboran desde las edades más tempranas por una inadecuada o ausente educación con enfoque de género, además de formación en valores que garantice equidad. No solo en las escuelas, también en el interior de las familias se debe trabajar por cambiar patrones culturales discriminatorios.

Sabemos que mujeres y hombres no somos iguales, pero en ningún caso somos inferiores y, sobre todo, como ellos, estamos en capacidad de alcanzar las más altas esferas del poder. El liderazgo que ejercemos es distinto y no tenemos que masculinizarnos para demostrar valía. Con autocrítica, voluntad, hechos concretos y acciones visibles, los gobiernos, partidos políticos, la sociedad entera, también los medios de comunicación, debemos cerrar filas contra la violencia política de género. Construir lo más parecido a un pacto de Estado para dejar de naturalizarla como si se tratara de algo anodino. Reaccionar tarde o hacerlo mal, como hasta ahora, sin reconocer lo que ocurre, en especial cuando las hordas digitales se ensañan contra una figura pública o política, solo envalentona a las falsamente intocables turbas misóginas que celebran la sinrazón de humillar mujeres. A ver si de una vez vamos entendiendo lo mal que estamos.