Porque honrar a los muertos también es una forma de luchar contra el olvido, los cementerios volvieron a atiborrarse de gente esta semana con motivo de las festividades religiosas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. Muchos estiman que dependiendo del estado de purificación del alma del ausente, este se ubica en una u otra categoría: en el cielo o en el Purgatorio.
Por genética cultural, la humanidad ha asumido durante generaciones que la muerte, ese misterio tan irresoluble por obvias razones, no es el final del final. Las religiones, al igual que las creencias populares han hecho el resto del trabajo para evitar que sea absolutamente infranqueable la barrera que nos distancia a los vivos de los que ya no lo están. Ceremonias, rituales y emotivos homenajes, como los que suelen acompañar estas fechas, son una parte central de este relato.
Esta semana, cuando apenas nos recuperábamos del fallecimiento hace un mes de la editora de economía, Lupe Mouthón, un infarto fulminante acabó con la vida del compañero William Colina, a quien todos conocíamos como el señor Wico. A su esposa Nelly, hermanos y amigos, porque si alguien los tenía por montones era él, nuestro inmenso sentimiento de pesar, de desolación infinita, también de fortaleza, por su partida tan inesperada, como la de la entrañable Lupina. Los sentimos cerca, no nos resignamos a que su recuerdo se evapore de esta redacción.
Cuando inexorablemente se cierra la carpeta de apuntes de la vida, siempre escrita con una caligrafía propia, tan única e irrepetible como lo es cada persona, los demás nos evocarán por los rasgos de nuestros trazos. Vale esforzarse entonces por hacerlo bien, pues William se esmeró en ello. Lo reconocen todos quienes ahora lamentan su prematuro viaje, pese a tener presentes sus muchas dificultades de salud. Nosotros lo haremos como el reportero aguerrido, de combativo olfato periodístico, sobre todo en cuestiones judiciales, crónica roja e incluso negra. Todo un arte del oficio reservado para los que más aman la vida porque conviven a diario de cerca con la muerte. Hermosa contradicción, como tantas con las que lidiamos quienes vivimos inmersos en la vorágine de los medios, donde por varios motivos tenemos una conciencia clara de la muerte.
No es lo usual. Ya lo había señalado alguna vez, los periodistas somos bichos raros. Pero esto no va únicamente de nosotros, que no nos queda más que consolarnos tras la nueva pérdida que afrontamos, sino de la condición humana. Por lo general, la gran mayoría de las personas no suele contemplar el escenario de su propio finiquito existencial.
A nadie se le puede ni debe culpar por no ocuparse de la irrelevancia a la que nos va arrinconando el paso del tiempo. Faltaría más. La helada muerte es lo absurdo e impensable, mientras exista un mínimo o un soplo de vida, así que resulta un triunfo simbólico de este suceso irreversible que un día al año millones de dolientes y no dolientes se den cita en los cementerios para profundizar en lo que nos espera en el más allá.
Osados los que decretan que su muerte no sea triste ni ese escollo insalvable que nos condena a desaparecer para siempre. No se trata de una cuestión de inmortalidad, eso no existe siendo honestos, sino de permanencia. ¿Dónde, cómo? En el recuerdo tanto racional como emocional de los demás, espacios recónditos e inexpugnables hasta donde solo es posible llegar mientras aún se respira. El muerto, muerto está. Su memoria es la que nos acompañará por siempre.
En el irreductible propósito de precaver que fallecer sea una convocatoria a la amnesia colectiva de quienes fuimos, se nos demanda vivir con apasionante intensidad antes de la muerte. Así que cada quien sabrá cómo desea ser evocado de difunto en la construcción mental que con toda seguridad harán los demás del espacio donde se encontrará instalado por el resto de la eternidad.
Nacemos como un acto de victoria, comenzamos a ser parte de un todo que se celebra con alegría, pero nos vamos de este mundo vencidos o derrotados, luego de comprender que no somos eternos ni ‘inmoribles’. Pero no tendría que ser así. Deberíamos esforzarnos en lo posible por tratar de llegar al final con la antorcha encendida e iluminando la vida de aquellos que cuando nos recuerden lo hagan con una sonrisa, también con una lágrima si lo desean, pero sobre todo convencidos de que en vida fuimos lo que soñamos ser. Abrazos Lupe y Wico, donde ahora estén.