La infame cacería humana ordenada por el Ejército de Liberación Nacional contra firmantes de paz de las Farc y líderes sociales en el Catatumbo corrobora dos hechos incontestables que el Gobierno de la paz total debería tener en cuenta para calcular sus acciones a seguir.

Uno, que los jefes de la guerrilla no tienen la menor voluntad de paz. Resulta evidente que su prioridad es controlar, a como dé lugar, la porosa frontera con Venezuela, territorio con 30 mil hectáreas de coca sin dios ni ley, para ejercer total dominio de las rutas de la droga hacia el vecino país y demás rentas ilícitas, tráfico de migrantes, armas, contrabando o extorsión, sacando del juego criminal a sus antiguos socios de las disidencias del frente 33.

Y dos, que al Estado colombiano, en particular a sus fuerzas del orden, le quedó grande garantizar una presencia institucional integral y, de paso, la protección de la población civil ante las amenazas de escalada violenta o disputas territoriales, advertidas desde noviembre por la Defensoría del Pueblo en una alerta de inminencia a la que le hicieron muy poco caso.

Tanto el ministro de Defensa como los altos mandos militares admiten ahora que conocían la comunicación e incluso dicen que tomaron medidas en su momento, lo cual es todavía más desconcertante porque demostraría su absoluta ineficacia en materia de inteligencia y operatividad cuando la ciudadanía más requiere que cumplan con su misión constitucional.

Al margen de que deban rendir cuentas por este caso particular, no está de más demandar que en el país se abra un debate sobre la limitada o inexistente respuesta de las entidades correspondientes ante las oportunas alertas de la Defensoría, una valiosa herramienta que parece se les convirtió en paisaje, a tenor del menosprecio o infravaloración de su alcance.

Lo cierto es que bajo las penosas circunstancias de descontrol absoluto que se registran en el Catatumbo, urge superar la catástrofe humanitaria que devasta a sus comunidades, en tanto se garantiza una atención adecuada para las víctimas. Ni lo uno ni lo otro estaría sucediendo, de acuerdo con lo que señalan autoridades de la zona y los mismos afectados.

En cuestión de días, miles de personas atemorizadas, totalmente inermes, han tenido que desplazarse de sus hogares para salvar sus vidas, otras tantas permanecen confinadas, mientras se denuncian a diario nuevos secuestros, desapariciones y aumenta la cifra de muertos. Muchos de sus cuerpos continúan tirados, expuestos a la vista de todos, en espacios públicos de la región, acatando las macabras directrices de los elenos que habrían prohibido los recogieran para despojarlos de un trato digno. No en vano, una de las primeras víctimas del horror que aún no cesa fue quien realizaba, precisamente, esa labor humanitaria, Miguel Ángel López, baleado junto a su esposa e hijo de nueve meses, en Tibú.

Por razones que aún no están del todo claras, ni siquiera las autoridades se atreven a lanzar una hipótesis, el fin de la coexistencia criminal del Eln y las disidencias ha derivado en una tan inédita como calculada operación de exterminio que evoca los más atroces métodos de los paramilitares, que lista en mano ingresaban a las casas de sus víctimas para ejecutarlas delante de sus familias en una orgía de sangre que aún estremece de terror a comunidades enteras. Ninguna versión con la que el Comando Central del Eln intente hoy justificar el infierno que desataron en Catatumbo debe cambiar el curso de una historia tan miserable.

Sin duda la paz, no la total, sino una que sea viable, es un imperativo moral de toda sociedad en conflicto, pero basta de tolerar el relato de que esta se puede construir a cualquier precio, concediendo ventajas indulgentes a quienes hacen pagar un costo gigante a los más frágiles.

Corren tiempos difíciles de desorden, caos e inseguridad en el Catatumbo, también en Cauca, Bolívar, Arauca o Chocó, donde es indispensable una acción militar para romper la inercia de tantas estructuras ilegales, fragmentadas, dispuestas a socavar la gobernanza democrática, con el único fin de enriquecerse. No sigamos sesgando la mirada frente a una violencia desbordada consolidada más por la debilidad, inoperancia e inexistente capacidad estatal que por sus propias fortalezas. Prioricemos la política de seguridad y salvemos vidas.

¿Será la declaratoria de conmoción interior y de emergencia económica la ruta estratégica que solventará la crisis humanitaria y de seguridad en Catatumbo? Es lo que está por verse.