La semana que acaba de extinguirse tenía que ser, a priori, sin distinción de religión o creencia, un tiempo de reflexión, de calma, de regocijo, de ocio, de sueños cumplidos y de cercanía con los seres queridos. Tuvo que ser –sobre todo– un espacio de paz y vida, pero –más allá de los protocolarios balances de movilidad, de economías circulares y de gremios comerciales– lo cierto es que ese deseo no se cumplió para nada en algunas regiones del país.
Colombia, un país que históricamente no ha podido acabar con el mal enquistado de la violencia, vivió nuevamente una serie de días recubiertos, como en sus peores épocas, de explosiones, hostigamientos a estaciones de policía y de reportes de fallecimientos de vidas inocentes.
Uno de los hechos más dolorosos se registró frente al puesto de Policía de La Plata, en el departamento del Huila, en donde la activación de una moto cargada con explosivos acabó con la vida de dos jóvenes hermanos, de 17 y 19 años, y dejó más de treinta personas heridas.
La misma suerte corrió Esther Julia Camayo, una humilde productora de café que residía en zona rural de Mondomo, Cauca, cuando fue alcanzada por la furia de otro artefacto explosivo. Además, Míller Balanta Molina, un operario de compañía energética, en Santander de Quilichao, también fue víctima de esta escalada de violencia llevada a cabo por integrantes de las disidencias de ‘Iván Mordisco’, el principal enemigo del gobierno de Gustavo Petro.
Pero no solo civiles fueron blanco, directamente o indirectamente, de las criminales decisiones de los grupos armados al margen de la ley. Andrés David Padilla Mejía, un policía de 28 años, fue asesinado por hombres armados cuando se desarrollaba la celebración de la procesión por el Sábado Santo en Lourdes, en Norte de Santander. En este caso, el Ejército de Liberación Nacional, ELN, sería el responsable.
Por su parte, el Clan del Golfo, la mayor organización criminal del país, tampoco le interesó mucho frenar sus condenables acciones en la semana mayor. Integrantes del EGC persiguieron hasta matarlo al policía barranquillero Jorge Luis García Meza, quien fue asesinado el sábado en el municipio de Chigorodó, en el departamento de Antioquia.
En otras palabras, la semana, de santa tuvo poco o nada. Los tres principales grupos ilegales del país, que en menor o mayor proyección han tenido acercamientos de paz con el Ejecutivo, no frenaron sus maquinarias del mal y han seguido engordando los horrendos números de violencia en el país sin que el Estado ejerza del todo acciones concretas para ponerles freno.
Hay que ser justos. La problemática actual de criminalidad es de vieja data y de varios gobiernos. No es un tema exclusivo del gobierno de Gustavo Petro; sin embargo, eso no exime al actual Ejecutivo de la responsabilidad.
Las políticas de seguridad del hoy presidente, agrupadas en el proyecto de paz total, han carecido de dientes, de formas, de mecanismos y de resultados, sobre todo en este aspecto, para empezar a ganarles el pulso a las organizaciones alzadas en armas, que en los últimos años, de acuerdo con cifras de la Defensoría del Pueblo, han seguido ganando terreno para consolidar sus rentas del narcotráfico.
El Estado colombiano ha seguido fallando más allá del discurso social. Y, hasta ahora, sus políticas siguen lejos de un cambio real.
En este sentido, el general (r) Pedro Sánchez, ministro de Defensa, aseguró que las Fuerzas Militares están actuando con toda su capacidad para intentar restablecer el orden. Además, ha elevado millonarias sumas como recompensa para quien entregue información que permita dar con el paradero de los responsables. No obstante, las estrategias en mención no calan del todo en la ciudadanía, que sigue manteniendo la percepción de que la inseguridad en el país está desbordada.
Los muertos no pueden ser solo números. No pueden quedarse en registros de nuevos ataques de ilegales. No debe haber impunidad. Y, sobre todo, estos hechos en mención no deben naturalizarse ni convertirse en paisaje. La semana estuvo lejos de ser santa.